Hay
cualidades políticas que se heredan de generación en generación, que permiten
que ciertos valores como la institucionalidad o la lealtad se transmitan entre
personas que han vivido y experimentado distintos escenarios en la vida
pública, pero que buscan conservar ciertas prácticas que les han permitido mantener
el poder, gracias a un método dominado y dogmático.
Con
el auge de la segunda ola democratizadora, sobre todo en América Latina, más
personas, entre ellas muchos jóvenes, se han dado cuenta que el ejercicio de la
política no es exclusivo para los privilegiados económicos, sino que es tan
amplio el entorno de la vida pública que hay espacio para competir por un cargo
de elección popular para todos.
Dicha
idea es por demás atractiva, pues la democracia, en esencia, deja abierta la
oportunidad de la participación a cualquier ciudadano en el ejercicio de sus
derechos civiles, lo cual atrae a diversos individuos con interés en lo colectivo,
pero pensando igualmente en un beneficio particular.
La
política es vista muchas veces como un gran escalón para ascender socialmente, al
transitar de una clase social a otra,
para acceder a beneficios materiales ausentes en el pasado, al romper los
patrones tradicionales que “ataban tradicionalmente al hijo del carpintero a
repetir el oficio de su padre”, permitiendo que ese individuo se convierta en
un potencial político, en un líder de su calle o colonia o en un dirigente
seccional o distrital. “Todos caben en democracia y el poder da para todos”.
En
algunos países de América Latina, los partidos políticos se han convertido en
el único canal para la participación de los ciudadanos en la vida pública, son
la columna vertebral de la democracia, ante la poca incidencia que tienen otras
organizaciones de la sociedad civil en las decisiones del Estado.
La
fuerza del partido está en los militantes, porque son al final de cuentas las
estructuras que aseguran, en primer lugar, una base sólida para que dicho
instituto político mantenga su registro y existencia, y en segundo lugar son los
cimientos para comenzar la suma en números negros después del proceso
electoral.
Dependiendo
el tipo de partido político es la forma en la que se atraen militantes, en
términos coloquiales, “dependiendo del sapo es la pedrada”, sin embargo, hoy en
día cuando de jure los partidos
políticos ya no son “exclusivos” de una elite social, la mejor forma de hacerse
de militantes es tirando pedradas en todos los sectores, en todos los grupos,
en todo lugar, porque al final de cuentas se trata de tener presencia en la
mayor cantidad de espacios del Estado; recordemos que en democracia “las
mayorías gobiernan”.
En
este afán de hacerse de adeptos, los partidos políticos generan una serie de
contradicciones, pues su identidad, o mejor dicho su ideología, se construyó en
un momento de la historia en el que el ejercicio de la política no estaba
abierto a todas las personas, de manera que hoy, usan la veterana figura del
“dogma ideológico” para tratar de homologar los múltiples intereses de sus
miembros, encausándolos en una perspectiva única de partido. Ello les genera
estabilidad y asegura a la cúpula del instituto político que sus intereses e
iniciativas contarán con respaldo popular.
Usar
una ideología como elemento de identidad de un partido político es riesgoso
para la democracia, porque éstos son el canal para acceder al poder, siendo que
el ejercicio del gobierno precisa de decisiones avaladas en el valor público,
no en el dogma ideológico. En democracia, el interés de la mayoría debe
interpretarse de forma reflexiva, no atendiendo principios y valores que no
reflejan el brebaje cultural de la sociedad.
El
dogma partidista se presenta como un elemento incuestionable, lo que produce
contradicciones en los militantes, sobre todo en los partidos con grandes
aglomerados; hoy podemos ver a miles de jóvenes enarbolando banderas liberales,
defendiendo el libre comercio y al sector privado, cuando su origen es humilde
y pertenecen a los estratos sociales más bajos; podemos observar a cientos de
jóvenes defendiendo la alza de impuestos al sector privado, cuando sus padres
son empresarios prominentes; podemos ver a legisladores que defienden reformas
privatizadoras, cuando sus Estados viven de las rentas del gobierno federal.
Lo
peligroso de los ejemplos anteriores no es la defensa de una ideología o forma
de pensar, sino la falta de cuestionamientos a la misma; lo riesgoso de actuar
cegados por el dogma es que no defendamos nuestros intereses, sino los de una
cúpula que ve a la ideología como un instrumento de control, que le permite
alcanzar sus fines a través de otros. El riesgo para la democracia es que
nuestros líderes acaten la instrucción de un partido o sigan el dogma
ideológico sin preguntarse qué es lo mejor para sus representados, porque en el
ejercicio puro de la política no debe haber colores ni ideologías, sino que
debe apremiar un Razonamiento de Estado.
©
Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos
en Latinoamérica. Agosto 2013.
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