Los últimos resultados de la organización Trasparencia
Internacional (2011) nos brindan un argumento sólido hacia lo que muchos ya
sabíamos: La mayoría de países
latinoamericanos no han tenido avances importantes en el combate a la
corrupción y por tanto cuentan con poca credibilidad por parte de sus
ciudadanos.
Solamente dos países de América Latina escapan a este
examen reprobatorio respecto a la percepción negativa que tienen los gobernados
de sus administraciones y son Chile que se ubicó en el lugar no. 22 con una
calificación de 7.2 y Uruguay que tuvo una calificación de 7.0 y se ubicó en el
lugar no. 25.
En términos generales el panorama que nos muestra este
indicador para la región no es alentador, pues los demás países latinoamericanos
se encuentran lejos de lugares aceptables, sobresaliendo de la lista Brasil
(lugar No. 73), Colombia, Perú y El Salvador (lugar No. 80), mientras México y
Argentina comparten el lugar no. 100 con países como Indonesia, Burkina Faso y
Tanzania por mencionar algunos.
En este sentido podríamos cuestionarnos ¿cómo afecta
el hecho de que la ciudadanía no crea en el gobierno? y ¿qué implicaciones
puede tener dicha incredulidad en el equilibrio del Estado?
En primer lugar hay que establecer que tener una sociedad
inconforme con la veracidad de las acciones gubernamentales disminuye la gobernabilidad,
entendida como la capacidad del Estado para mantener el equilibrio en un
territorio determinado. Otra variable es el aumento en las tensiones de los
grupos de presión, quienes pueden utilizar el recurso de la manifestación
masiva con el objetivo de deslegitimar al gobierno, ya sea para cumplir con una
demanda social o para conminar la formulación de acuerdos políticos que
beneficien a un grupo particular de individuos.
En esta dicotomía entre el “ser” y “el deber ser”
también hay consecuencias a niveles económicos, donde las sociedad desconfía
del uso correcto que el gobierno hace de los recursos públicos, lo cual se
puede manifestar en la oposición al cumplimiento de sus compromisos fiscales o
a ceder sus impuestos a organizaciones civiles, que bien pueden perseguir fines
caritativos o en su defecto seguir objetivos meramente políticos.
Además, un Estado con poca credibilidad suele reflejar
esta condición mediante el uso de información para simular situaciones de
bienestar, con lo cual engaña tanto a la comunidad internacional como a sus
propicios ciudadanos, creando una falsa condición de bienestar que genera
desequilibrios en el mercado, el cual se guía más por las expectativas y por la
imagen de estabilidad que por un examen consensado de la situación real; una de
las tantas causas que derivan en las crisis económicas.
El objetivo del Estado en términos sencillos es
propiciar escenarios de bienestar y desarrollo para los ciudadanos. Como centro
del poder público, la sociedad debe impulsar el cambio de actitud de los
gobiernos para evitar la desinformación y combatir la corrupción.
En este tenor, el problema no es la corrupción en sí
misma, entendida como una condición que ya se ha hecho habitual y que por tanto
parece una conducta natural de quienes habitamos en los países en desarrollo,
sino que el origen de la corrupción y la falta de transparencia se sitúa en las
raíces de la democracia latinoamericana.
Y no es que los latinoamericanos estemos en contra la
democracia o no reconozcamos la importancia de la transparencia y la rendición
de cuentas, sino que no la conocemos a plenitud, y por tanto no la utilizamos
para acrecentar nuestra participación en la vida pública, que es una de las
vías para resolver el problema de la corrupción.
Indistintamente creemos que el ejercicio de nuestros
derechos electorales es suficiente para incidir en las acciones del Estado, sin
embargo nuestra participación debe ir más allá, pues como dice el Mtro. Gustavo
Alcocer, aparentemente en el voto se gasta la toda la energía política de la
ciudadanía.
Y como la mejor crítica es la propuesta y no la
descalificación, desde este reflector mundial creemos que desde la sociedad
podemos emprender las acciones que se necesitan para hacer más transparentes a
nuestros gobiernos. El problema de fondo es meramente cultural, la corrupción
ha sido una constante que ha marcado los episodios históricos más trascendentales
de nuestros gobiernos, los cuales son vistos como plataformas de ascenso social
o trampolines para cumplir fines privados particulares.
Desde este espacio invitamos a la ciudadanía a que se
acerque a sus gobiernos, sea o no en periodos electorales, a que se tome el
tiempo por preguntarles cómo manejan las finanzas públicas, cuáles son los
lineamientos que toma en cuenta para el contrato de su personal o para licitar
una obra pública, qué preparación profesional tienen sus funcionarios, cuáles
son sus prioridades en materia de política pública, etc.
El Estado está obligado a ser imparcial en el manejo
de la información que le brinda a la ciudadanía, pues hay que recordar que al
fungir como un administrador de los recursos públicos, tiene una vigencia
temporal, no es una empresa, no tiene un dueño particular, sino que es una
organización que debe trabajar siempre en beneficio de los ciudadanos.
© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos
periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Marzo 2012.
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