Desde
mediados del siglo pasado ya se preveía que la democracia no sería la panacea
para resolver los problemas de gobernabilidad imperantes en la mayoría de
países del mundo en un grado distinto.
La democracia era percibida como un objetivo donde idealmente la
representatividad de las autoridades generaría escenarios de basta legitimidad
y estabilidad que tendrían satisfechos a la mayoría de los actores del estado.
Sin
embargo, sólo algunos pocos reflexionaron sobre las consecuencias de tener
gobiernos “momentáneos” que se regirían por la ley de la oferta y la demanda
del voto, esto es, que impulsarían políticas públicas al corto plazo que les permitiesen
ganar la venia de los ciudadanos, en vez de apostarle a la implementación de
planes y programas de gobierno al mediano y largo plazo que favorecieran al
país, más allá de las ganancias políticas.
La
libertad de decisión de los gobiernos, sobre todo en los años que alumbraron la
segunda ola democratizadora en Iberoamérica, nubló por mucho tiempo el pensamiento
reflexivo, evidenciando la necesidad de políticas congruentes y generando con
ello estados reactivos que atendían solamente aquellos temas de la agenda
pública que fueran altamente mediáticos, siguiendo la filosofía popular de
“primero lo urgente, después lo importante”.
Estos
estados, en su afán de generar estabilidad le apostaron grandes esfuerzos y
recursos a la democracia representativa, pensando que era la única solución
para los problemas de inestabilidad que habían sufrido en años pasados, pero
aquello fue buscar una respuesta indirecta a un problema transversal.
La
democracia representativa como la conocemos resuelve una coyuntura particular:
la elección de nuestras autoridades, pero tiene amplias deudas con lo que en su
significado semántico se refiere “al gobierno del pueblo”. Gobernar va más allá
de la elección, gobernar es la administración de los recursos públicos del
estado en favor de su población.
Hoy
en día, cuando la democracia representativa es una realidad en la mayoría de
países de Iberoamérica, nos hemos percatado que la legitimidad no es la única
variable que puede generar ingobernabilidad, pues es una cualidad que bien
puede ganarse con políticas, algunas de corte populista de alto impacto social
(como aquellas referidas a los temas de pobreza y salud) o interviniendo en tópicos
que condicionan la tranquilidad de la población como los temas de seguridad.
Podemos
decir que casi todos los países de nuestra región han madurado en sus aparatos
electorales, por lo que la decisión de quién nos gobierna no es lo que debe
preocuparnos más, sino que la pregunta indicada es cómo lo hace.
Nos
debe quedar claro que quien define una elección son los ciudadanos, pero quien
administrará los recursos públicos será el nuevo gobierno, quien de no hacerlo
de manera eficiente, eficaz y con honradez aumentará el descontento de los
ciudadanos. Hay que recordar que son pocos los gobiernos actuales que llegan
con una verdadera mayoría en materia de aprobación de los ciudadanos, ante la
poca afluencia que ha tenido la “fiesta electoral” en los últimos años.
Ante
la diversidad de actores que influyen en los procesos de toma de decisión
estatal y ante la nueva dimensión que
han adquirido las organizaciones ciudadanas se ha vuelto cada vez más necesario
tener gobiernos más eficaces, eficientes y transparentes. El problema central
es que el gobierno se percibe desde diversas ópticas como un aparato rígido,
inflexible, ineficaz, ineficiente y corrupto.
En este orden de ideas la iniciativa
que ha cobrado mayor fuerza en materia de modernización del aparato
administrativo de los países de Iberoamérica es el modelo de Gestión para
Resultados de Desarrollo (GpRD) el cual “es una estrategia centrada en el
desempeño del desarrollo y en las mejoras sostenibles en los resultados del
país. Proporciona un marco coherente para la eficacia del desarrollo en la cual
la información del desempeño se usa para mejorar la toma de decisiones, e
incluye herramientas prácticas para la planificación estratégica, la
programación presupuestaria, la gestión de riesgos, el monitoreo y la
evaluación de los resultados”.
En pocas palabras, este nuevo modelo
busca mejorar la planeación, ejecución y seguimiento de los programas públicos
con el fin de hacerlos más eficientes, eficaces y transparentes para los
ciudadanos. Podemos considerarlo una nueva dimensión de la democracia ya que busca
que los programas gubernamentales generen valor público, entendido como
beneficios directos para la población, poniendo a disposición de la ciudadanía
la información presupuestaria de los programas, sus avances, retrocesos,
resultados y cambios a implementar.
Los países con mayores avances en la
implementación del modelo GpRD en Iberoamérica son Chile, Colombia y México. Los
de avance medio alto son Argentina, Costa Rica, Ecuador, Guatemala y Perú. Los
de avance medio bajo son El Salvador, Honduras, Nicaragua, Panamá, Paraguay,
República Dominicana, Surinam, Trinidad y Tobago y Uruguay. Mientras que Belice
se encuentra en la fase inicial.
©
Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos
en Latinoamérica. Septiembre 2012.
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