martes, 26 de agosto de 2014

Ciudadanizar la agenda política, democratizando la agenda ciudadana

La participación ciudadana es uno de los grandes retos para mantener una gobernanza sana en el siglo XXI. En las democracias modernas las demandas sociales se transmiten a los tomadores de decisión de forma oficial por medio de los partidos políticos, quienes idealmente permiten la inclusión de las inquietudes de los ciudadanos, con el objetivo de construir escenarios legítimos y estables que permitan la convivencia pacífica.
Sin embargo, como lo hemos comentado en las colaboraciones anteriores, las democracias modernas se enfrentan al difícil reto de colegiar los intereses individuales de los nuevos actores con el interés colectivo o general.
Este 2014, que puede considerarse un año no electoral, representa un excelente periodo para que los partidos políticos, que son considerados oficialmente constructores de la democracia en México, puedan como dice la Constitución en su artículo 41 “promover la participación del pueblo en la vida democrática”.
Para alcanzar este objetivo es imprescindible entender, en un primer momento, que la participación de la ciudadanía en la vida democrática de un país no puede limitarse al ejercicio electoral, pues la energía política de los ciudadanos no se gasta únicamente en el acto del voto.
Participar en la vida democrática puede tener una amplia gama de significados, como la inclusión de las demandas ciudadanas en agendas político-partidistas, la rendición de cuentas de los representantes populares, el seguimiento y monitoreo de las iniciativas de que éstos promueven, etc.
En los periodos no electorales, los partidos políticos deben fungir como educadores de la democracia, deben promover valores ciudadanos, fomentar el respecto a las reglas electorales, ciudadanizar los tediosos tecnicismos electorales, etc., todo ello sin necesidad de hacer propaganda política.
En pocas palabras, su papel es crear ciudadanía, ya que la promoción de la participación solo puede lograrse mediante la activación cívica, esto significa que entre más educada y capacitada esté la población en materia de democracia, mayores serán los niveles de participación de los ciudadanos.
Y nos referimos a los partidos políticos porque en ellos recae la mayor responsabilidad de la democracia en México, al tener la tarea de promover “los valores cívicos y la cultura democrática entre niñas, niños y adolescentes” como lo contempla la tercera fracción del artículo 3º de la Ley General de Partidos Políticos.
En este tenor, la reciente reforma Político-Electoral considera en materia de participación ciudadana cuatro elementos: el impulso a la equidad de género, el fortalecimiento de las candidaturas independientes, el voto extranjero y el garantizar a los pueblos indígenas el reconocimiento de sus gobiernos. 
Estos elementos carecen de mecanismos específicos de participación ciudadana en los partidos políticos, un componente sumamente necesario si tomamos en cuenta el nivel de desprestigio al que se enfrentan estos últimos, como consecuencia de los vergonzosos acontecimientos de algunos de sus representantes, a los que no es necesario entrar en detalle en esta colaboración.
La última medición seria sobre la percepción de la ciudadanía respecto a las instituciones políticas, la ENCUP 2012, muestra que aproximadamente 1 de cada 3 mexicanos considera que en nuestro país no se vive en democracia, 5 de cada diez ven a la política como un tema muy complicado y esa misma proporción considera que el desarrollo económico es más importante que la democracia.
Otro dato interesante de esta medición es baja calificación que los ciudadanos otorgan a las instituciones, donde están prácticamente reprobadas todas las organizaciones que representan a la democracia; desde el extinto IFE con 5.5 de calificación, hasta los Diputados, Senadores y Partidos Políticos que comparten la calificación más baja (4.4). 
Estos datos demuestran la urgente necesidad que debieran tener los partidos políticos para desarrollar nuevas formas de acercamiento con los ciudadanos. Se trata de que cumplan con su obligación como promotores de la cultura democrática, generando más mecanismos de inclusión ciudadana, legitimando sus procesos internos, creando identidades políticas en la población, en pocas palabras, se trata de generar ciudadanía.
La alta efervescencia política que vive actualmente el país, es en parte, resultado de la lejanía de los partidos con la población, pues estos institutos políticos representan también el primer escenario de prevención y atención a las críticas al sistema político en México.
Este es un buen momento para que los partidos construyan con los ciudadanos sus agendas políticas, para que los consulten sobre los temas que más les interesan, para que los inviten a opinar respecto a sus plataformas, posiciones, ideología, políticas y acciones que han desarrollado. Ahora les toca a ellos salir a buscar el apoyo de la sociedad, pues aunque vivimos en un régimen de partidos, quienes tenemos la última palabra somos los ciudadanos.
                                                             
*Dedico esta colaboración a la memoria de un gran oaxaqueño, Don Daniel García Mérida, quien nos enseñó que siempre es un buen momento para cultivar la sabiduría y el conocimiento. Descanse en paz.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Agosto 2014

martes, 19 de agosto de 2014

De buenos y malos gobiernos

Gobernanza en un sentido tradicional significa tener la capacidad para gobernar y dirigir a la sociedad hacia un objetivo común. Aquello tiene como requisito indispensable el reconocimiento de un sistema de reglas que faciliten la interacción entre los actores del Estado.
Este concepto se ha enriquecido con los años debido al reconocimiento de nuevos actores con mayor poder de influencia, que en un buen gobierno, se sujetan a las reglas del juego, pues comparten un objetivo común con los encargados de la dirección del Estado.
Un objetivo que puede denominarse desarrollo social, crecimiento económico, paz y estabilidad o todos los anteriores, ya que éste es siempre multidimensional, buscando transformar aquellas condiciones que demanda la sociedad, en la voz de sus organizaciones.
En la literatura es ampliamente reconocido que a mayor gobernanza, o sea mientras mejores sean los mecanismos de organización de los actores que convergen en un Estado, se alcanzan mejores niveles de desarrollo, pues el mutuo acuerdo en objetivos y el respeto a las normas tienen como consecuencia mayores niveles de estabilidad, paz social y vínculos productivos, lo que posibilita a que los miembros de la sociedad se enfoquen en el mejoramiento de sus actividades individuales, además de permitir que el Estado atienda las demandas más básicas de la pirámide de necesidades de la población.
Por supuesto que este es un escenario ideal que difícilmente puede adecuarse a todas las interacciones que tiene el Estado con la sociedad. Sin embargo, esta estructura nos permite diferenciar entre un buen gobierno y un mal gobierno.
En un buen gobierno sencillamente nadie, ningún grupo actúa por encima de la ley, esto es, se respeta el estado de derecho. Si bien pueden existir desacuerdos entre los principales actores del Estado (gobierno, empresarios, asociaciones civiles, sindicatos, etc.) éstos se resuelven por las vías institucionales, sin afectar a terceros.
En este caso, el gobierno, independientemente de su ideología y corriente política, entiende que no hay una receta para atender todas las demandas de los diferentes actores del poder, pero sabe que cuenta con el apoyo popular porque ha cumplido con sus funciones más básicas: brindar seguridad, propiciar el crecimiento económico, atender a los estratos menos favorecidos, hacer cumplir la ley, y en el marco de sus políticas públicas; ser transparente y responsable con el uso de los recursos.
Para alcanzar este escenario el gobierno debe dar seguimiento puntual a los actores del Estado, saber quiénes son los grupos con poder y qué buscan, para invitarlos a participar con ellos en la planeación e implementación de las políticas públicas (concientizándolos sobre los límites y alcances de las mismas) antes de que algún descontento evolucione hacia algún esquema de desobediencia civil. 
Por el contrario, en un mal gobierno los actores del Estado actúan por encima de la ley, anteponiendo sus particulares intereses sobre los de la colectividad. El gobierno no hace cumplir la ley, lo que genera un fuerte descontento con la ciudadanía. Se comenten por parte de algunos grupos perfectamente identificados actos delictivos que afectan al comercio, se dañan los edificios públicos sin sanción alguna, se bloquea y deteriora el espacio público.
Lo más peligroso de este escenario no es la ineficacia de la institución estatal en el cumplimiento de sus funciones más básicas, sino la polarización de la población, que puede optar por apoyar a cualquiera de las partes, al grado de defender incluso actos vandálicos y ofensivos, olvidando que el desarrollo social no puede erigirse sobre la impudicia, y que el principal conflicto no es entre las bases, sino entre los dirigentes.
Por supuesto que se puede estar en desacuerdo con el Gobierno en turno, con sus políticas y acciones, de eso se trata la democracia, de enriquecer al Estado mediante la pluralidad de sus actores, pero si se pretende evitar la anarquía, se deben respetar las reglas del juego.
Si lo que se busca es alcanzar algún objetivo público (más recursos para escuelas, hospitales, mejores salarios, etc.) se debe convencer tanto a los actores en el poder como a los ciudadanos sobre la importancia de su demanda.
Mostrar este tipo de evidencia no es una tarea sencilla, requiere de reflexión, investigación y estudios formales. Ello significa demostrar con datos fehacientes y comprobables que el estado actual de las cosas no es el adecuado, y que en caso de que se cumplan sus demandas, se logrará resolver la situación de forma transparente para la sociedad.
En la democracia el poder emana del pueblo. Sin la venia de éste, ninguna organización, llámese gobierno, sindicato o empresa puede actuar de forma legítima. Si el interés del pueblo se ve afectado; si sus derechos se vulneran; si su tranquilidad se transgrede, podemos decir que hay un mal gobierno, y los malos gobiernos no pueden ser tolerados si aspiramos al desarrollo de una gobernanza democrática.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Agosto 2014

martes, 12 de agosto de 2014

Las transformaciones del poder

El mundo está cambiando a pasos agigantados. Muchos de estos cambios no son percibidos por el grueso de la población y desafortunadamente no son interpretados de manera adecuada por quienes toman decisiones en nuestros Estados y países, quienes no han entendido que una de las mejores herramientas para la transformación es la participación en el marco de un poder común. 
Hace un año, el columnista internacional Moises Naim publicó un libro que analiza justamente las grandes transformaciones del poder en el siglo XXI, titulado “The end of Power” (El fin del poder) en el cual expuso cómo ha cambiado la naturaleza del poder y su influencia en un mundo globalizado e hiperconectado.
El escenario que plantea Naim es complejo, ya que arguye que en el presente siglo los poderes tradicionales verán reducida su influencia frente a nuevos actores (pequeños y medianos) que tienen un mejor manejo de las herramientas de la globalización, y por tanto una mayor capacidad de persuasión e interacción con la población en general, que es el actor con mayor influencia en las democracias, de forma que el poder ha adquirido una variable dicotómica importante; es más fácil de obtener, pero mucho más difícil de conservar.
Hoy en día, vivimos en un escenario donde la sociedad civil es más crítica; donde el ciudadano del siglo XXI está más interesado y enterado de lo que ocurre más allá de sus fronteras. En estos momentos tenemos la mayor proporción y volumen de jóvenes que se haya visto en la historia de la humanidad; es también la generación más educada, más comunicada y con mayores redes.
En la actualidad, una persona vive en promedio más años, goza de mejores niveles de salud, está más educada, cuenta con mayores ingresos y tiene más tiempo libre para relacionarse con un mayor número de personas, lo que amplía sus aspiraciones y por tanto sus niveles de preparación profesional.
Sin embargo, hay que reconocer que vivimos en la era de la distracción, y que los distintos medios que nos permiten estar actualizados de los acontecimientos del mundo, como el internet y las redes sociales, son también instrumentos que pueden afectar nuestro rendimiento académico o profesional o en su defecto hacernos cómplices pasivos de lo que ocurre en el mundo. 
Las redes sociales por ejemplo, son útiles instrumentos de difusión para las campañas mediáticas, pero están lejos de ser elementos de presión determinantes para la resolución de un conflicto en particular: ¿Acaso un like en Facebook o un RT en Twitter contribuyen a la resolución de un problema o son simplemente muestras de un activismo virtual vacío?
Por otro lado, Moises Naim también expone en su descripción de los cambios en el poder durante el siglo XXI, el reconocimiento de que el Estado solo contribuye a la transformación social, mas no es un actor determinante de la misma. Millones de ciudadanos en diversas partes del mundo democrático saben que el poder estatal no es invulnerable, de forma que pueden identificar las debilidades de las instituciones y en algunas ocasiones las embisten para alcanzar sus metas.
Algunos grupos de presión aprovechan la debilidad del Estado para alcanzar sus objetivos políticos aunque esto signifique afectar a la ciudadanía, anteponiendo sus intereses particulares por encima de los generales, revelando que el miedo al Estado represor ha sido superado por una sensación de debilidad estatal, donde el único agente al que se le confía el monopolio legítimo de la fuerza teme hacer uso de la misma, ya sea por desconocimiento de la ley y las formas o por la falta de legitimidad con los ciudadanos.
La lección a entender es sencilla: Es preponderante que se obedezca a un poder común, que no tiene que ser el Estado, ni solamente la sociedad civil o sus organizaciones, sino que puede ser representado por una figura reconocida por todos los implicados, que bien puede llamarse bienestar, progreso, desarrollo, civilidad, etc., pero que debe ser respetado tanto o más que la ley escrita, como un poder superior.
¿Qué ocurre cuando no hay un poder común, cuando los principales actores no entienden su rol social, cuando los nuevos actores pretenden mantener su poder a cualquier costo sin importar el interés general? Se vive en un ambiente de caos y anarquía.
La herramienta clave para solucionar o prever este escenario es la participación, donde deben intervenir todos los actores involucrados: gobierno y oposición, empresarios y sindicatos, ciudadanos y organizaciones, todos dentro de un único marco común, el ya mencionado poder superior.
El reconocimiento de este poder es vital para construir escenarios de bienestar, estabilidad y paz social, ya que la participación -como el internet y las redes sociales- es una herramienta que puede potenciar la capacidad colectiva del individuo al infinito. Sin embargo, participar en ausencia de un poder común, constituye simplemente un acto de distracción, que refuerza las enemistades, deslegitima a las instituciones y condena a quienes no han entendido los grandes cambios del poder en el siglo XXI.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Agosto 2014

martes, 5 de agosto de 2014

El país de los condenados

Esta es la historia de un país inventado, donde casi nada funciona correctamente. Por más esfuerzos que hagan tanto los actores del poder como la población en general no se logran alcanzar los objetivos del progreso, una promesa desgastada entre las generaciones más añejas, pero que sigue vigente entre los jóvenes de pensamiento.
Es un país donde reinan la anarquía, la corrupción y la pobreza; donde ningún grupo juega el rol que le corresponde, pues se han importado todos los modelos funcionales para el desarrollo de un Estado, sin entenderlos. Tienen gobierno, leyes, partidos políticos, empresas, sindicatos, asociaciones, etc., pero no logran nunca alinear sus objetivos.
La pluralidad de actores, en vez de enriquecer las iniciativas nacionales, tiene secuestrado al país por los intereses de grupos particulares: de individuos con poder en el gobierno y en la oposición, de líderes sociales cuya visión es limitada e individualista, de empresarios que temen a la competencia y de una sociedad civil cansada de no ver resultados positivos.
En este lugar sobran las banderas sociales para comenzar un levantamiento, una manifestación, o cualquier acción de desobediencia civil en contra del gobierno, de forma que la pobreza de unos se traduce solamente en el malestar político de otros, pero nunca se atiende, haciendo evidente que la legitima defensa del desarrollo no es un elemento determinante para la transformación social, si contiene como fin funcional un elemento de presión política.
Es un país de apariencias y desentendimientos. En la ‘foto’ todo sale bien, pero en la realidad ningún actor ha comprendido lo que significa pertenecer a una nación, que no es otra cosa que formar parte de un equipo masivo para compartir un destino común. 
Los empresarios no comprenden los términos ‘productividad y competencia’ solamente entienden de ‘ganancias’ sin arriesgarse al enfrentamiento del mercado, ni pensar en el compromiso social con sus consumidores.
El gobierno es reaccionario, no previsor, espera que la agenda nacional se dicte de acuerdo a los acontecimientos que ‘tocan fondo’, con una filosofía lineal: primero lo urgente, después lo importante. No entiende la complejidad con la que se debe gobernar hoy en día, donde es necesario lidiar con todos los actores, ya que su trabajo más fundamental es asegurarse que nadie esté por encima de la ley.
La buena gobernanza involucra un equilibrio entre los actores, que solo se alcanza mediante la participación de los mismos en la construcción de los proyectos nacionales.
Los sindicatos, en vez de defender a los trabajadores y por tanto, ser aliados naturales de las masas, están coludidos por la voluntad política de algunos. Sus miembros difícilmente cuestionan las órdenes de sus dirigentes, pese a que éstas afectan directamente su dignidad humana e infringen sus derechos.
Sus líderes no entienden que la mejor manera de ganarse el apoyo popular y obtener la atención del gobierno, no es bloqueando calles, tomando plazas o destruyendo edificios públicos, sino que es necesario mostrar evidencia tangible que respalde la urgencia para la atención de sus demandas. Es exponer con datos duros y experiencias cualitativas el problema que buscan atender, así como dar a conocer su propuesta de solución, mediante canales transparentes y accesibles para la población interesada.
La sociedad civil, representada por organizaciones sin otro fin más que la transformación, actúa sin la venia del pueblo; sus legítimas causas son compartidas, pero no logran el involucramiento de las masas, ni mucho menos de los actores políticos, que solamente atienden con la lógica del voto o del beneficio económico. 
La población está fatigada. La desesperanza es un síndrome que afecta a quienes con pasión exigen un cambio y no ven traducida su energía política en ninguna transformación.
Los más radicales piden la desaparición de las instituciones del estado: una revolución, un levantamiento, ‘un borrón y cuenta nueva’, pues tienen razones para creer que la política y la institución gubernamental están fuertemente vinculados con la ‘mafia’ del poder. Una solución poco viable, impregnada de idealismo, demasiado lejana para una realidad compleja, interdependiente y global.
En nuestro país inventado no son tomadas en cuenta las ideas nuevas, no hay acuerdos, ni asociaciones estratégicas. Los jóvenes políticos solamente maduran las ideas de los malos gobernantes, retroalimentando al sistema con el mismo veneno que lo condenó a vivir dentro de un círculo vicioso: la intención personal, antepuesta al interés general.
No habrá final feliz en esta historia hasta que la enemistad entre los principales actores del poder sea superada. El no entender que un país, una nación o un Estado son un equipo que comparte un destino común, representa un error fatal, porque ninguna población puede desarrollarse en el conflicto.
Más allá de las fronteras hay otros que por voluntad u obligación, sí están jugando como equipo, sí reconocen un interés general, sí son congruentes con su rol como actores nacionales, situación que les genera una oportunidad indiscutible para aprovecharse de aquellos que viven en el país del caos, el estancamiento y el enfrentamiento constante.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Agosto 2014