jueves, 28 de mayo de 2015

La inutilidad de las buenas intenciones

La crisis de credibilidad y confianza en las instituciones públicas es una tendencia que sufren la mayoría de países del mundo, ya que cada vez es más difícil para los gobiernos satisfacer las demandas de los ciudadanos.
Esta crisis impacta también a las instituciones democráticas como los partidos políticos, los cuales encuentran diversas complicaciones para conectarse con los ciudadanos, quienes no logran identificar sus múltiples demandas e intereses en la oferta que los institutos políticos les presentan.
Una pregunta válida en este tenor podría ser: ¿dónde surge la desconfianza y la incredulidad de los ciudadanos, en la democracia o en el gobierno?
De acuerdo con el catedrático australiano Ian Marsh, el origen del descontento está en la incapacidad de las instituciones políticas para evolucionar a la misma velocidad a la que lo hace la sociedad. En este tenor, el declive de la democracia puede ser consecuencia del exponencial incremento de las demandas sociales, las cuales se han fragmentado debido al crecimiento demográfico y a los avances tecnológicos. Esto es, las instituciones políticas son incapaces de aglomerar todos los intereses debido a su volumen y diversidad.
Con ello no pretendo decir que, por ser una tendencia global, los partidos políticos están absueltos de responsabilidad, en este problema que amenaza a la democracia, simplemente presento el contexto. Los partidos políticos han contribuido a que el déficit de confianza y credibilidad aumente exponencialmente, como consecuencia de los casos de corrupción, nepotismo e impunidad en los que se han visto envueltos.
El académico inglés Michael Barber, quien fuera asesor del ex Primer Ministro de Reino Unido Tony Blair, sustenta una posición distinta. Barber sostiene que la incredulidad y la desconfianza son consecuencias de la ineficacia de los gobiernos para cumplir las expectativas de los ciudadanos, la cual contamina a las instituciones democráticas. Por ello, para construir confianza es necesario mejorar los resultados de las políticas públicas.
Los ciudadanos demandan mejores gobiernos. Esto es, gobiernos más eficientes y eficaces en la provisión de servicios públicos, más transparentes y responsables, más innovadores en la resolución de las demandas sociales. En respuesta, los políticos prometen mejores gobiernos. Sin embargo, si pensamos detenidamente en esta postura encontraremos un desajuste en nuestra ecuación.
Las habilidades que llevan a los políticos al poder, no corresponden a las habilidades necesarias para mejorar al gobierno, y por consecuencia para obtener mejores servicios públicos. La persuasión, la operación política, la negociación y el carisma, de poco sirven para construir mejores gobiernos, para ello se requieren decisiones estratégicas, que mejoren la eficiencia de los recursos humanos y materiales en las organizaciones gubernamentales.
Le pregunto a usted estimado lector, qué político le ha prometido una mejora organizacional del aparato gubernamental, usando los paradigmas de la administración pública que han generado los mejores resultados en otras latitudes, quién le ha prometido modernizar el aparato burocrático, para realmente servirle mejor.
Solamente pueden lograrse mejores servicios públicos, mediante mejores organizaciones. Buenas intenciones las tenemos todos, pero un automóvil no funciona sin motor. 
Por lo pronto, lo que nos queda a muchos ciudadanos es la esperanza de que la curva de aprendizaje del político triunfante sea corta, para que se convierta en buen administrador público en lo que dure su periodo. Nos queda revisar planes y programas de gobierno, que generalmente tienen una gran calidad (narrativa y de contenido), pero que carecen de la parte medular de una política pública, el famoso CÓMO, mejor conocido como la implementación, que concentra de acuerdo a diversos académicos  el 90% de los recursos y energías de una política pública.
Si tanto los políticos como los electores estamos conscientes de este desajuste, participamos ambos en el juego del autoengaño. Donde unos prometen llevarnos a un destino, y otros aceptamos sin mirar las condiciones del barco.  
Sin embargo, no todo está perdido. Cuando se habla de gobierno y políticas públicas, la mejor fórmula está en el ensayo y error. El desafío es atrevernos a ensayar, tomando en cuenta la mayor cantidad de variables para ampliar las posibilidades de éxito. El reto, es convencer a los políticos y a los ciudadanos que los mejores gobiernos no se construyen solos, que las promesas de poco sirven, si no se ha evaluado el estado del instrumento que las hará posible. Al final de cuentas, siempre los tiempos de crisis brindan útiles argumentos para los grandes cambios.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Mayo 2015.

martes, 19 de mayo de 2015

Mejores policías: una política posible

Imagínense esta escena: son la 8 am del lunes. En un crucero muy transitado de la ciudad dejan de funcionar los semáforos. Sales de casa para tomar el transporte público y justo cuando vas a cruzar la calle, te das cuenta de que los semáforos no funcionan. Sin embargo, no escuchas el bullicio que puede generar una escena con estas características. Observas detenidamente a tu alrededor y descubres que una mujer policía está controlando el complejo cruce de autos,  transeúntes, bicicletas e incluso el transporte público.
Lo hace sola, sin apoyo de algún otro elemento de la policía, e incluso carece de un silbato. Su única herramienta son las señas que le hace a los automovilistas, ciclistas y peatones para que transiten. Lo sorprendente es que el tránsito fluye con normalidad, nadie hace sonar el claxon en señal de molestia; nadie se “agandalla” para llegar primero a su destino, sino que todos obedecen en una civilidad difícil de imaginar.
Como seguramente estás deduciendo, esta realidad difícilmente encaja a lo que vivimos todos los días en los países en desarrollo, es una situación que ocurrió en Melbourne justo la semana pasada.  
Este caso tiene interesante cualidades a destacar: en primer lugar está la civilidad de los individuos (automovilistas, ciclistas y peatones) para obedecer a una persona que representa a la autoridad, en este caso vial. En segundo lugar, está el poder de coordinación y profesionalismo de la mujer policía, que pudo manejar un reto de tránsito que en muchas ciudades es la causa de un caos momentáneo y por consecuencia del descontento de las personas involucradas.   
El empoderamiento de esta mujer para controlar la situación no es una casualidad, sino una consecuencia de una política pública exitosa.
Se sabe que las fuerzas policiacas son estructuras rígidas y jerárquicas, que tienen un fuerte componente de “hegemonía masculina” esto es, son instituciones con mayor presencia de hombres, que privilegian aspectos como  “la autoridad, la fuerza y el poder” en sus actividades diarias. Sin embargo, estos fuertes componentes culturales pueden modificarse como ocurrió en el estado australiano de Victoria, donde se ubica la ciudad de Melbourne.  
En 2001 el gobernador de dicho Estado decidió que era necesario realizar un cambio en las fuerzas policiacas, hacia una institución más inclusiva, dinámica y efectiva, capaz de enfrentar de mejor manera los retos de una sociedad como la australiana. De esta manera, eligió a Christine Nixon como nueva comisionada de seguridad,  una administradora pública con importante trayectoria académica, pero carente de experiencia operacional. En cierto sentido Nixon era una agente externa, que rompía con la tradición jerárquica de nombrar como comisionado a un miembro de la policía.
Sin embargo, el hecho de que Nixon fuera un agente externo también le daba independencia, la cual combinada con su expertise académico y sus habilidades como administradora, le permitieron implementar una reforma cultural dentro de las rígidas fuerzas policiacas.
Una de las primeras acciones que realizó Nixon fue cambiar los requisitos de reclutamiento para policías, con el fin de que fueran más equitativos entre aquellos grupos poblacionales que habían carecido de oportunidad para formar parte de las fuerzas policiacas: las mujeres y los inmigrantes. Con ello se logro ampliar la pluralidad de los miembros.
Además hubo una remodelación de los uniformes, seguida por un “relajamiento” en el aspecto de los policías, ello con el fin de que lucieran más como ciudadanos comunes y menos como fuerzas represoras. Se crearon grupos de consulta ciudadana para conocer cuáles eran los principales problemas en materia de seguridad, brindando recursos especiales (humanos, materiales y económicos) para resolverlos.
Estas acciones en conjunto tenían como objetivo hacer de la policía una institución que asiste a la comunidad, en vez de verla como una institución que solamente combate al crimen. La meta final era construir confianza en una institución altamente resistente al cambio, un objetivo que se logro en el mediano plazo, pues la policía es una de las instituciones que cuenta con mayor confianza entre la población australiana.
Este caso es sumamente interesante porque ilustra una transformación cultural en una institución altamente tradicional y rígida. Muestra que cuando existe compromiso, por parte de los políticos y de los servidores públicos, es posible transitar a mayores escenarios de inclusión y confianza. Este caso, brinda en cierta media un ejemplo replicable para construir credibilidad en instituciones imprescindibles como la policía, alumbra tenuemente a una institución que en América Latina se encuentra en las tinieblas, donde no se visualiza una intención real de cambio.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Mayo 2015.

martes, 5 de mayo de 2015

El político, el manager y el administrador

Después de la Segunda Guerra Mundial la tendencia de los gobiernos nacionales alrededor del mundo fue crecer. En aquel entonces dominaba entre los académicos la idea de un gobierno grande, estructurado por reglas y procedimientos, en un sistema de organización que el sociólogo alemán Max Weber denominó “burocracia”.
En aquel entonces se creía que las funciones del Estado eran demasiado complejas, de manera que se requería de una organización jerarquizada, con funciones y procedimientos claramente definidos por manuales; con recursos humanos estáticos; con mayor especialización en su ramo. Una organización rígida que administrara de forma efectiva las decisiones políticas, convirtiéndolas en acciones de Estado.
Con el paso de los años, los burócratas por su sentido de especialización y dominio sobre áreas particulares alcanzaron niveles importantes de poder en el gobierno, ya que se convirtieron en elementos prácticamente inamovibles, acarreando con ello una serie de “vicios” que detuvieron el avance del sector público.
Esta concentración de poder generó descontento en la clase política, que defendía ser la única organización con legitimidad suficiente para controlar las variables del gobierno, pues su poder “emana” de la voluntad popular.
En el ambiente académico, ya se habían percatado del inadecuado funcionamiento de las estructuras burocráticas, las cuales evolucionaban de manera sumamente lenta, en comparación con las demandas sociales, algo que no ocurría con la administración privada donde se proponían nuevos esquemas y principios que propiciaban mejores resultados a menor costo.
La propuesta de un sector particular de la académica (el liberal) fue implementar principios básicos de la administración privada en los gobiernos, con el fin de hacer más eficiente y productiva a la maquinaria gubernamental. Para ello se requería la descentralización de la organización estatal, la reducción del aparato administrativo del estado, la eliminación de los procedimientos burocráticos, la medición y monitoreo de resultados, entre otras medidas. Estas iniciativas tenían un fuerte contenido ideológico (neoliberal), y se implementaron en el mundo occidental a partir de la década de los ochenta.
En una interpretación particular, que se adhiere de manera más adecuada a la lucha por el poder, que a la mejora organizacional, se puede decir que los políticos tomaron como bandera el llamado managerialismo con el fin de reducir el poder de los burócratas y recuperar áreas del gobierno donde habían perdido injerencia.
Sin embargo, la implementación de este nuevo modelo de organización trajo consigo nuevos actores al gobierno, los “managers públicos”. A diferencia de los administradores públicos cuya función es “administrar” las decisiones de los políticos en su implementación como políticas publicas, los “managers públicos” se concentran en la negociación con los políticos para alcanzar resultados, esto es, son actores de importancia en el proceso de toma de decisiones estratégicas, así como en la implementación de las mismas.  
Los managers públicos se enfocan en la creación del valor público, esto es, en aquellos anhelos que los ciudadanos desean alcanzar para la colectividad. Con ello, la ciudadanía se convierte en un importante actor para el Estado, pues es la fuente de financiamiento del gobierno y quien idealmente evalúa la eficiencia del mismo.
En un mundo ideal, tanto los políticos, como los administradores y los managers públicos conviven en equilibrio, cada uno trabajando porque sus acciones sean en favor del interés general. El político se concentra en la búsqueda del poder, en aquellos juicios que lo llevarán a alcanzar un cargo de representación, gracias a las adecuadas decisiones que tomó al formar parte del servicio público.
El administrador buscará que las decisiones del político operen de forma efectiva en la maquinaria burocrática. Mientras que el manager tratará de persuadir al político y dirigir al administrador en la organización estatal para que se alcancen los mejores resultados, para que se genere valor público en las acciones del gobierno.
Independientemente de la ideología que ha impulsado la aparición de nuevos actores en el aparato administrativo del gobierno, el objetivo final es que la maquinaria estatal funcione de la mejor manera, con contrapesos internos que den continuidad a los programas públicos, independientemente de los cambios políticos, que se apremie la profesionalización de los recursos humanos, sin que se pierda flexibilidad y movilidad, que las decisiones estratégicas (políticas) se negocien y construyan con responsabilidad, para responder de manera efectiva a quienes son los principales actores y beneficiarios del Estado; los ciudadanos.

© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Mayo 2015.

martes, 28 de abril de 2015

La indignación perpetúa

Muchos mexicanos nos sentimos atrapados, oprimidos por el régimen y sus vicios; por la corrupción, la inseguridad, la pobreza, la desigualdad, el nepotismo, todos elementos de un mismo sistema.
Criticamos, llevamos años haciéndolo, décadas enteras, generaciones y generaciones, y pareciera que en esa crítica se va toda nuestra energía política, pues hay que aceptarlo, no hemos logrado colegiar un cambio.
México es un país de contrastes, en el que aquellos que un día ofendieron a los ciudadanos por sus conductas lastimosas o por su ineficiencia, hoy los defienden, como si en verdad la memoria del mexicano fuera de corto plazo, como si los ciudadanos olvidáramos que el país está en crisis desde hace décadas, que la mayoría de familias han perpetuado el “estirar el gasto”.
Muchos sabemos que quienes nos gobiernan generan escenarios de confrontación ficticia, para hacernos creer que nuestra democracia es sana porque es plural, aunque esa pluralidad tan solo alcance para un grupo privilegiado de actores, que han heredado el poder, pues la movilidad social no es una cualidad tangible de la democracia mexicana. Y así pueden pasar años y años, y en México no pasa nada, nada que asegure una verdadera transformación.
Ejemplos en el mundo de Estados que hace pocas décadas estaban en peor situación política y económica que México hay muchos: podemos citar a Corea del Sur, un país que de acuerdo con el FMI en 1980 tenía un PIB per capita de $2,308 dólares, menos de la mitad del ingreso per capita de un mexicano en aquel entonces ($5,761).
Tan solo 34 años después, en 2014, el ingreso per capita en México fue de $17,925 dólares, la mitad del ingreso per capita en Corea del Sur que es de $35,458 dólares. Otras economías en el sureste asiático como Singapur, Hong Kong o Taiwan, podrían tomarse como referencia para reconocer que es posible transitar a mejores escenarios económicos, incluso en situaciones políticas adversas.
La difícil situación que vive México desde hace décadas, sin una transformación de fondo en los últimos años, pero con muchos cambios en las formas, bien se asemeja a aquel discurso relatado en 1944 por el político canadiense Tommy Douglas, quien contó la historia de un lugar ficticio llamado “La tierra de los ratones” (Mouseland).
La historia cuenta, en palabras resumidas, la difícil situación que vivían una comunidad de ratones, que eran gobernados por gatos negros. Los ratones cumplían con las reglas que dictaban sus gobernantes, pero siempre se veían en aprietos, pues estas normas favorecían en demasía a sus líderes (los felinos).
La indignación de los ratones les llevo a cambiar de gobierno en más de una ocasión, eligiendo gatos blancos, cuando estos fallaron volvieron a elegir a los gatos negros. Incluso, en la búsqueda por un cambio votaron por gatos mitad negros, mitad blancos; por gatos manchados; hasta llegaron a elegir gatos que hablaban como ratones, pero comían como gatos. El problema no era el color de los felinos, ni la manera en la que se expresaban; el problema es que eran gatos, los depredadores naturales de los ratones.
Pareciera que México está igualmente gobernado por “depredadores naturales” de los intereses de los ciudadanos, y que el mexicano encuentra en la crítica destructiva un escape sencillo, pero frustrado, a sus problemas con la clase política y el mal gobierno.
Veo dos soluciones que pueden resolver este sistémico problema, sólo dos adecuadas, sólo dos pacíficas, que son las que cuentan: que la punta de la pirámide de la elite del poder “cambie” y “contagie” de esta transformación a las estructuras más bajas, algo como cambiar la naturaleza depredadora de los políticos (poco probable, pero no imposible), o que la indignación se institucionalice, que se cree un nuevo partido político que recoja las demandas y voces de los indignados (como sucedió en España con PODEMOS), que nuevos personajes (ajenos a la vida política) tracen la agenda, que se privilegie en este partido a los líderes morales del país y que se destierre a los malos gobernantes.
En caso de que no se emprenda ninguna de estas opciones, seguiremos viviendo en un país de simulaciones encontradas; de engaños; donde el político cree que convence con sus falsos discursos de colores a la sociedad, mientras ésta asiente sin expectativas de cambio; donde la critica es una simple válvula de escape que nunca se convierte en propuesta que comprometa al poder; donde se habla de México como un país #cansado y en voz de protestas, de indignación permanente por los siglos de los siglos.

La pregunta que voy a lanzar a continuación es fuerte, pero realista: ¿por qué no se institucionaliza la indignación en México?

Twitter: @Nacho_Amador

Fuentes de información:
IMF. DataMapper. http://www.imf.org/
Pueden observar el video de Mouseland en el siguiente link:

https://www.youtube.com/watch?v=4PAT9pUbUns


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Abril 2015.