La política, entendida desde la óptica del ejercicio
del poder, se encuentra en un proceso de transición que ya da muestras de los
cambios en las formas y fondos que envuelven a esta actividad, la cual
tradicionalmente se percibía como una plataforma para mejorar la posición
económica y social de quien detentase el poder, y cuyas prácticas han
deteriorado la imagen de quienes dan rostro a las instituciones “democráticas” del
país.
Desde mediados de los 50’s ya se hablaba de una
posible crisis en los sistemas democráticos, sobre todo porque corrían el
riesgo de desvirtuar sus funciones orientadas a generar estabilidad,
oportunidades y crecimiento económico a partir de la simple legitimidad
electoral, pues la democracia, entendida en su significado semántico va más
allá de la acción del voto.
Los tomadores de decisión confunden la exigencia de
democracia participativa con democracia representativa, creen, como dice el
Mtro. Gustavo Alcocer, que la energía política de los ciudadanos se gasta
enteramente en el voto, sin darse cuenta que las sociedades actuales están
mejor informadas y comunicadas, gracias a los avances en materia de tecnologías
de la información, las cuales les permiten comparar –de manera sustanciosa-
realidades con otros países, generándoles un cuestionamiento de inconformidad,
que bien puede revelarse en un descontento sin consecuencias o en una
manifestación masiva.
Esta inconformidad puede ser medida, por ejemplo
para el caso de México. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Viviendas de
Consulta Mitofsky, las cinco instituciones con mayor confianza en el país son:
las universidades, la iglesia, el ejército, la Comisión Nacional de Derechos
Humanos y los Medios de Comunicación. Las instituciones que gozan de confianza
media son la Suprema Corte de Justicia, los empresarios, el IFE, los bancos y
la presidencia de la República. Las instituciones con menor confianza son: los
sindicatos, los senadores, los partidos políticos la policía y los diputados.
¿Qué nos refleja esta encuesta? Que algunas de las
instituciones más rígidas, longevas y menos democráticas en el país como la
Iglesia o el ejército son aquellas que gozan de más confianza. Mientras que las
instituciones generadas para servir al pueblo desde el pueblo como los partidos
políticos o el poder legislativo tienen los niveles de confianza más bajos. Las
razones que explican esta situación pueden ser diversas, quizás para términos
de síntesis podríamos pensar en dos:
En primer lugar, instituciones como el ejército o
la iglesia son altamente rígidas y cuentan con canales formales para la transmisión
del poder, se deben a su función, no a los individuos que las conforman,
mientras que en instituciones como el poder legislativo, los sindicatos o los
partidos políticos los dirigentes determinan el actuar de la organización más
allá de su función primaria. Además el acceso a estos puestos responde más a
una dinámica de poder y relaciones personales que a un mérito propio.
En segundo lugar podríamos enfocarnos en el actuar
de las instituciones y en la eficacia y eficiencia que tienen para cumplir sus
objetivos, en pocas palabras, habríamos de pensar en su manera de administrar a
la organización, lo cual permea directamente en la percepción del ciudadano,
sobre todo cuando las instituciones están alejadas de aquellas prácticas
visibles relacionadas a la corrupción, el tráfico de influencias u otras
deformaciones.
El asunto puede resumirse en que al ciudadano le
interesa más la manera en la que se administran los recursos públicos, que los
canales que permitieron que algún funcionario accediera al poder, sin demeritar
que en una democracia plena una elección libre, informada e imparcial puede ser
el cimiento de un gobierno verdaderamente integral.
Un ciudadano más informado tiene la capacidad de
ampliar su atención más allá del momento de la elección, para enfocarse en el
desempeño de las instituciones, las cuales son eficientes cuando cumplen sus
funciones primarias y generan valor público (beneficios sociales) o ineficaces
cuando no lo hacen.
La existencia de los gobiernos democráticos radica
en una razón particular: idealmente el pueblo o la ciudadanía velara por el
interés público, por los asuntos de todos. Un gobierno realmente democrático no
es aquel que celebre elecciones trasparentes cada tres o seis años, o que cuente
con tecnología de punta para facilitar los procesos electorales, sino es aquel
que invite a la población para tomar decisiones de coyuntura, que haga participe
a las unidades económicas, ONG’s y otras organizaciones en los planes y
programas gubernamentales; que impulse el crecimiento económico, sin omitir la
distribución del ingreso; que concientice a empresas, universidades,
inversores, etc. que transitar al desarrollo implica hacer partícipes a todos
los sectores socioeconómicos.
Un país democrático es una demarcación geográfica
donde el interés público determina los intereses particulares, donde las
condiciones de bienestar son para todos y donde el desarrollo se alcanza por méritos
profesionales, en donde la palabra libertad encuentra sus únicos límites en las
características naturales o mentales del ser humano, nunca en su condición
social.
© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos
periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Octubre 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario