martes, 16 de diciembre de 2014

El rol de los expertos en la democracia

La decadencia de la democracia es una tendencia global que es en parte consecuencia del déficit de confianza y credibilidad que las instituciones publicas experimentan hoy en día. Una de las respuestas que se han propuesto para resolver este problema es la participación de expertos en los debates públicos, con el fin de utilizar la autoridad moral y científica de éstos para contrarrestar los mencionados déficits.
Hay al menos tres preguntas que abren el debate respecto al papel de los expertos en la democracia: ¿Qué esperan los individuos (ciudadanos y políticos) de los expertos? ¿Qué no puede esperarse de los expertos? y ¿Cuáles son los limites de los expertos en los foros públicos?
En este tenor, se puede definir a un experto como un individuo que domina las reglas de un área particular, alguien que tiene experiencia, conocimiento y habilidades suficientes para responder con confianza e intuición a las situaciones que derivan de dicha actividad.  Es así, que su nivel de especialización se enfoca a ciertos campos del conocimiento, algo que normalmente es ignorado por la población.
Las personas esperan que los expertos conozcan todas las respuestas sobre ciertos temas, buscan certeza, asumiendo que los expertos dominan las reglas, y que por tanto son capaces de explicar qué pueden hacer y cómo pueden hacerlo. Los individuos esperan respuestas creíbles con una clara explicación de los procesos.
Esta situación puede generar tenciones en los expertos,             ya que para formular respuestas creíbles y fáciles de entender, tienen que enfrentarse al enorme reto de “convencer” a la población, lo cual es sumamente complicado para un experto, ya que normalmente el uso del lenguaje persuasivo no es parte de sus habilidades.
Para los expertos es igualmente difícil explicar los procesos que les conducen a proporcionar conclusiones respecto a ciertos temas, debido a que al hacerlo tendrían que reducir sus niveles de expertise con el fin de hablar un lenguaje ciudadano que ellos no dominan.
Por otro lado, el rol de los expertos en los asuntos públicos puede ser considerado como una herramienta de validación, esto es, puede servir como soporte para ciertos argumentos políticos, tanto en el ámbito local como en el internacional. De acuerdo con el académico Clark A. Miller de la Universidad de Wisconsin-Madison se ha convertido un requisito que cuando se firma un tratado internacional se crea igualmente un comité científico, esto con el fin de garantizar credibilidad en dicho instrumento jurídico.
Algunos autores como Leah Ceccarelli  de la Universidad de Washington ven con preocupación que los expertos se conviertan en herramientas políticas, pues éstos pueden crear debates o controversias artificiales para beneficiar intereses particulares de grupos en el poder.
En este tenor podría cuestionarse la racionalidad de invitar a los expertos a participar en temas públicos, sobre todo porque idealmente la ciencia se guía por la verdad, mientras que la política lo hace por el poder, de manera que ambas áreas tienen una naturaleza completamente distinta. El adecuado manejo en la relación entre ambas es uno de los grandes retos que tienen incluso las democracias más avanzadas.
Pese a que la población espera que los expertos generen certidumbre en los asuntos públicos, este es un objetivo alejado de la realidad. Mientras que existe la idea generalizada de que la ciencia es rígida y que los expertos son iconos de la verdad, en realidad, de acuerdo con el aclamado académico británico Harry Collins, los expertos deben comunicar a la sociedad que la ciencia no es una sola verdad, ya que su cualidad de cambio es su motor de desarrollo.
La ciencia no debe considerarse un dogma o una verdad religiosa. Cuando los expertos expresan sus opiniones en foros públicos, y las mismas son tomadas en consideración por los actores del poder, no se está desarrollando conocimiento, sino que se está tratando de persuadir a un público especifico para alcanzar un fin determinado.
Podemos decir que el papel de los expertos en los debates públicos contiene argumentos contrastantes. Mientras que la población espera de los expertos certeza, éstos tienen la difícil tarea de enfrentarse a escenarios de gran incertidumbre, porque la ciencia es dinámica. La gente espera que los expertos puedan comunicarse claramente, con argumentos convincentes, sin embargo, los expertos no se concentran en la forma (que es un mecanismo efectivo de persuasión), sino en el fondo, mediante el uso de su conocimiento, intuición, experiencia y confianza.  
Los expertos pueden validar e incluso legitimar argumentos políticos, pues son capaces de enriquecer foros democráticos gracias a su autoridad moral. Sin embargo, si los expertos son utilizados como instrumentos políticos, creando debates artificiales o tomando una posición ideológica, ellos pueden contribuir al incremento en la desconfianza, que las instituciones democráticas ya experimentan hoy en día. 


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Diciembre 2014

martes, 9 de diciembre de 2014

Sobre la inestabilidad y la protesta

La estabilidad político-social es uno de los principales objetivos a los que aspira cualquier gobierno. En ciertos países es una meta que se logra mediante éxitos en distintos ámbitos, que contribuyen a que exista una mayor distribución en el ingreso, más oportunidades laborales, mejores esquemas de protección social; seguridad; educación, etc.
Para alcanzar dicho objetivo también es importante que exista una positiva percepción respecto a la manera en la que los gobiernos utilizan los recursos de los ciudadanos, esto es, privilegiando aquellas políticas públicas que coinciden con las demandas sociales, cuidando siempre el uso efectivo y congruente de los ingresos públicos, sin entrar en contradicciones con los valores de sus naciones.
En este tenor, es igual de importante que los ciudadanos estén consientes del rol que tienen como detonadores de mejores condiciones, tanto a nivel individual como en el ámbito colectivo. La responsabilidad del individuo es una de las principales cualidades que lo convierten en ciudadano, porque representa la aceptación de compartir el destino de su determinación geográfica con otros individuos, que tienen idealmente, buenas intenciones.
Sin embargo, estos escenarios de coincidencia entre el actuar gubernamental, las demandas sociales y la responsabilidad ciudadana son sumamente difíciles de alcanzar, sobre todo en los países en desarrollo, donde aún se percibe que los gobiernos son ineficientes a la hora de interpretar el interés general, la sociedad es apática en materia de participación democrática, o peor aún, prevalece la idea de que los lideres políticos utilizan los recursos públicos para enriquecerse directa o indirectamente.
Esta condición aumenta las probabilidades de que surjan movimientos que buscan romper con la –estabilidad- del grupo en el poder usando banderas legitimas como el combate a la corrupción, la impunidad, la pobreza, la desigualdad, o reclamando demandas básicas como seguridad, transparencia o simplemente efectividad gubernamental.
En países altamente desiguales siempre habrán argumentos legítimos para la protesta, pues ésta es la voz más inmediata que tienen los ciudadanos. La misma puede manifestarse mediante distintos niveles de malestar social, que van desde el descontento generalizado; que puede transmitirse incluso entre generaciones, hasta la protesta masiva; que pese a tener como origen una intención pacífica, corre el riesgo de ser la mascara perfecta para distintos grupos anárquicos, cuya intención no es otra que desacreditar las movilizaciones.
Cabe la aclaración de que existe otro riesgo que igualmente desacredita a la protesta como legitima voz de la ciudadanía: el control político. Cuando el individuo participa en alguna movilización sin querer hacerlo; esto es debido a la instrucción de alguna estructura jerárquica que lo condiciona, la protesta pierde toda legitimidad, pues se convierte en un instrumento de presión política que solo favorece los intereses de lideres, que por el simple hecho de condicionar la permanencia laboral con la asistencia a las movilizaciones, pueden ser considerados como autoritarios, tiranos u opresores. Además, cuando la movilización, pese a ser pacífica no se planea estratégicamente, puede vulnerar derechos de terceros, quienes culparán directamente a las personas que les impiden el paso, no a quienes son los causantes del malestar social.
En este tenor, la inestabilidad puede considerarse como un resultado negativo del excesivo cálculo de los gobiernos para tratar de obtener ventajas políticas del descontento social. Este cálculo político impide que la respuesta gubernamental sea inmediata y contundente, pues es percibida por la sociedad como una contestación reactiva, carente de intenciones de fondo. Cuando un gobierno se concentra solo en lo “urgente” y no en lo “importante” se apremia a la improvisación y por tanto, a la falta de orden en el uso de recursos económicos y humanos que siempre son escasos.
Tanto la inestabilidad como la protesta tienen su origen, y por tanto su solución en la sociedad. La adecuada interpretación de las demandas sociales debe ser la herramienta de contención que utilicen los gobiernos para prevenir que el malestar social pueda convertirse en una protesta masiva.  Sin embargo, si lo que se busca es construir sociedades más libres, justas e igualitarias, donde la voz de la ciudadanía sea plenamente escuchada, no se puede dejar toda la carga al Estado, que debe concentrarse en funciones básicas para el desarrollo social, sino que es necesario que se transforme el actuar del individuo, activando su sentido ciudadano, convenciéndolo que el destino de un país es compartido y que el mismo se heredará a las generaciones futuras.

© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Diciembre 2014 


miércoles, 3 de diciembre de 2014

La responsabilidad del ciudadano

La única variable que controla el individuo es su esfuerzo. Se ha vuelto una practica común que los ciudadanos culpemos a nuestros gobiernos por la gran mayoría de males que aquejan a nuestros Estados. Se cree erróneamente que nuestros lideres tienen capacidades suficientes para hacer frente a los complejos problemas de las sociedades en el siglo XXI.
Lejos de lo que pudiera pensarse, esta no es una situación particular de los países en desarrollo, sino que es una tendencia global de las democracias modernas, debido, sobre todo, a que la sociedad avanza a una velocidad superior a la que opera normalmente la respuesta política.
Una de las razones que explican la lentitud del sistema político para atender, o en su defecto prevenir las demandas sociales, es la politización de los temas de interés general, esto es, el excesivo ejercicio del calculo político para sacar ventaja de problemas o crisis que afectan a los ciudadanos. Esta practica explica en parte, el desinterés del individuo por participar durante las elecciones, y la exigencia de éste para abrir nuevos canales de participación, que propicien mayor eficacia y legitimidad en las políticas publicas.
La eficacia puede lograrse mediante la invitación de expertos y autoridades académicas que no solo conozcan del tema, sino que cuenten con la autoridad moral para brindar propuestas que velen por el interés general y no por el político.
La legitimidad se adquiere invitando a que la sociedad se informe de manera sencilla y cuente con canales para dialogar con su gobierno. 
Sin embargo, éstos son escenarios de difícil creación, pues requieren que los grupos políticos cedan espacios, y por tanto poder, a los expertos y a los ciudadanos, compartiendo de esta manera la responsabilidad del gobierno.
Se debe tomar en cuenta también que en democracia es sumamente complicado que prevalezca una idea de país a largo plazo, lo cual es positivo en el sentido de que se puede evitar el autoritarismo de un modelo o ideología, pero ello implica retos sumamente complejos.
Uno de ellos es la dolorosa aceptación de que los ciudadanos tienen cierta complicidad en los elementos entrópicos del sistema, tales como la corrupción, el nepotismo, el trafico de influencias, la impunidad, etc. ya sea por omisión o por participación directa.
Hemos dejado que el sistema sobrepase en importancia nuestro sentido de comunidad y las buenas intenciones hacia nuestros países. Esto es, nos aferramos a la idea de que un individuo con buenos propósitos no puede ser capaz de modificar aquellas practicas que se han popularizado y que describen los excesos de los actores políticos.
Creemos que el sistema es determinante y que los individuos no podemos influir en él, una posición pesimista que aleja a los justos de la política y alienta a los corruptos a seguir ejerciendo practicas alejadas del bien común. Nos centramos en la critica, sin revisar detenidamente la viabilidad de nuestras demandas, sin conocer las facultades de los ordenes de gobierno, sin evaluar objetivamente el papel de las autoridades.
Nos olvidamos que en democracia el actor determinante es el ciudadano, que el sistema puede transformarse en la medida en la que cambiemos nuestras practicas cotidianas. Que difícilmente un gobierno corrupto podrá gobernar a una sociedad con valores que sepa como hacerse escuchar.
Los ciudadanos tenemos amplias responsabilidades en el destino de nuestras naciones, ya que idealmente nuestras demandas representan el origen fundamental de las políticas publicas; nuestra revisión y observancia puede ser una efectiva herramienta de control para nuestros gobiernos; mientras que nuestro seguimiento y evaluación determinan la permanencia o el cambio de los actores políticos.
Sin embargo, nuestra responsabilidad va más allá del rol que tenemos con los asuntos del poder y del gobierno. Cada individuo es responsable de sus actos y de sus elecciones. En la medida en la que estas elecciones propicien su desarrollo, los países avanzaran hacia mejores escenarios.
El Estado tiene la facultad de crear las condiciones (de paz y gobernabilidad) para que el individuo pueda ejercer estas elecciones de manera racional, esto es buscando maximizar sus beneficios, pero sus atribuciones están sumamente limitadas, ya sea por las capacidades de los gobernantes, la inmensa influencia política en los gobiernos o la complejidad del sistema social.
En este tenor, la tarea del ciudadano consiste en cambiar su perspectiva para transformar aquellos elementos que afectan al sistema; participar en aquellos temas que le afectan o en los que puede aportar conocimiento o experiencia; actuar como si viviera en un país de reglas y orden, todo ello, con el fin de que su cambio individual se convierta verdaderamente en la fuente de transformación del sistema.  

© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Diciembre 2014