martes, 20 de enero de 2015

Charlie Hebdo y el choque de civilizaciones



La globalización ha alimentado la posibilidad de construir una aldea global, en la cual se acepten como universales ciertos valores que promuevan la paz y una convivencia armónica entre individuos de diversas naciones. Quienes sostienen que este escenario es posible han argumentado que la convivencia constante y respetuosa, así como el incremento de las interacciones entre distintas civilizaciones, será la base para crear una comunidad humana que pueda convivir con sus semejantes sin entrar en conflicto.
Hace algunos años, el politólogo estadunidense Samuel Huntington, en un prolífico artículo titulado “El choque de civilizaciones” sostuvo que el escenario antes descrito solo sería posible si los distintos grupos humanos aprendían a convivir con los demás, ya que el origen de los conflictos en el siglo XXI serían justamente las diferencias entre los mismos.
Huntington identificaba a las civilizaciones como el nivel más alto de organización de las personas, ya que en ellas se engloban las costumbres, el idioma, la religión, la historia y la cosmovisión de un grupo de individuos que se identifican entre sí como parte de una comunidad. 
La identidad de cada civilización se convierte en el elemento que puede generar enfrentamientos entre las mismas, pues según Huntington, la globalización lejos de lograr una fusión efectiva, genera un rechazo en cuanto a la imposición de valores que los Occidentales consideran “universales”, por el simple hecho de que tienen diferentes percepciones en conceptos como los derechos humanos, la libertad, la igualdad, la relación del individuo con su Dios o con el Estado, etc.
Como ejemplo tenemos la ola de manifestaciones que han acontecido en el mundo islámico, como consecuencia de la publicación del semanario satírico Charlie Hebdo, donde se muestra una representación en imagen del profeta Mahoma con el encabezado “Tout est pardonné” (Todo está perdonado), haciendo alusión al ataque terrorista que sufrió la publicación el pasado 7 de enero.
Es importante aclarar que el tema del atentado escapa a la reflexión de la presente colaboración, pues su naturaleza es injustificable. El uso abusivo de la fuerza y la violencia no pueden ser nunca cualidades de una civilización, sino que son expresiones de grupos radicales y extremistas que con este tipo de acciones lastiman a toda la humanidad.
Volviendo al tema de las manifestaciones en el mundo musulmán, que han tenido incluso conclusiones fatales en algunos países, se puede decir que el origen de este descontento no radica en la intolerancia a la libertad de expresión, sino a la incomprensión y jerarquización que dos civilizaciones distintas le brindan a esquemas de valores y libertades.  
Mientras que en la civilización occidental creemos que son ampliamente entendidos diversos conceptos como los derechos humanos, la libertad de prensa, incluso la libertad religiosa, en otras civilizaciones, pese a que ha existido una larga convivencia con los Estados occidentales, incluso pese a que muchos de sus miembros han nacido en países íconos de esta civilización como Francia, el respeto a sus ídolos religiosos es más importante que la libertad de prensa, teniendo una priorización distinta a un orden que se cree resuelto en Occidente: la división de lo público (libertad de expresión) y lo privado (la libertad religiosa).  
El mismo Huntington sostuvo en su argumento que las guerras del siglo XXI ya no se disputarían entre países, sino que serían entre civilizaciones. La principal razón de ello no es otra que el desacuerdo, la mala comunicación y el malentendido. Lo que los occidentales percibimos como una libertad, en este caso como la libre exposición de las ideas, en el mundo del islam se advierte como un ataque a su líder espiritual. Mientras que nosotros observamos en sus manifestaciones un fanatismo religioso, ellos lo ven como una defensa legitima a aquellos valores que los identifican como civilización. Mientras que los occidentales distinguen a la religión como un elemento individualísimo y privado, ellos lo aprecian como una herencia cultural que habita en el ámbito público.
Estas claras diferencias entre civilizaciones deben motivar un diálogo constante entre quienes formamos parte de las mismas. Deben impulsarnos a no generalizar ni estigmatizar a quienes son distintos a nosotros, sino al contrario, nos deben motivar a tratar de entender a quienes comparten una determinación geográfica con nosotros, pero cuyas creencias, tradiciones y cosmovisión son diferentes.
Como Huntington afirmó en su momento, la paz como un objetivo exitoso solo podrá alcanzarse si entendemos que en el mundo, más que la creación de una civilización universal necesitamos que las generaciones futuras aprendan a convivir entre ellas, se comprendan entre sí, estando conscientes de que cada grupo tiene una escala de valores distinta, y que la única manera de alcanzar la paz es respetando los valores que nos diferencian, privilegiando el diálogo y dejando de lado las provocaciones.

© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Enero 2015.

jueves, 15 de enero de 2015

Volver a lo básico



Es bien sabido que en los países latinoamericanos el gobierno tiene grandes retos que superar con el objetivo de generar mejores escenarios para que la población prospere. Diversas autoridades implementan muchas veces planes y programas ambiciosos para “contribuir” a reducir la pobreza en sus múltiples aristas, mejorar las condiciones de salud, educación y empleo, sin ir más allá del discurso demagógico y de la política asistencialista que han demostrado ser ampliamente ineficaces. 
Ante la falta de credibilidad y confianza que tiene el gobierno hoy en día es necesario que quienes dirigen el destino de nuestras determinaciones geográficas vuelvan al manual; revisen cuáles son las funciones del Estado y se enfoquen en lo básico, en lo único que son capaces de alcanzar.
De otra forma, seguiremos teniendo gobiernos incongruentes que no encuentran cómo poner en práctica sus propuestas, cómo convertir sus románticos discursos en políticas públicas exitosas, cómo administrar eficientemente al Estado.
Si nos enfocamos a los gobiernos locales, que son por naturaleza los más cercanos a la población, podremos identificar una serie de incongruencias y discrepancias de las que vale la pena emprender una crítica, que debe leerse siempre como constructiva.
Basta con prestar atención al cuidado que le dan a las calles, a los centros turísticos y sitios históricos, la manera en la que se empiezan nuevas obras sin planear el momento oportuno para hacerlas, sin dar mantenimiento a los lugares más visitados, sin reparar hoyos o bancas en parques públicos.
Es necesario evaluar su eficiencia en la provisión de servicios públicos, en la dotación de agua potable y su calidad, en la recolección de basura, en la limpieza de parques y jardines, en el alumbrado público, etc.
También se puede emprender una medición en términos de la capacidad del gobierno para negociar con grupos de presión. Sin embargo, ¿qué autoridad moral pueden tener aquellos gobiernos que no cumplen con lo básico, que apremian a la improvisación, que no se han ganado la confianza de la población, que en vez de resolver con voluntad política la problemática, por medio de los ciudadanos, se cruzan de brazos para que otros resuelvan ante su incapacidad o su ambición?
¿Qué puede esperarse de aquellos Estados incapaces que no defienden los derechos de los ciudadanos, que permiten que la gente se acostumbre a vivir en situaciones sumamente alejadas del progreso; con bloqueos viales, tomas de aeropuertos, centrales de autobuses, gasolineras, bancos, etc? En este tipo de lugares reina solo la incertidumbre.
Los más afectados siempre en un mal gobierno, deficitario de gobernanza, somos los ciudadanos, quienes vivimos literalmente “entre la espada y la pared”, entre un gobierno incapaz y grupos de presión cuyas acciones “detienen” el crecimiento natural del Estado, e incluso  heredan el problema a las generaciones futuras.
El papel del Estado es generar las condiciones necesarias para la población se desarrolle. Esta función le exige que nadie esté por encima de la ley, que haya caminos libres, dignos, transitables, que se brinde una política social imparcial y comprometida, que las políticas públicas se elaboren con base en el interés general y no en el individual.
En reiteradas ocasiones hemos afirmado que el mejor gobierno es del que no se escucha, el que cumpliendo con sus funciones básicas recibe en consecuencia la venia del ciudadano en los periodos electorales, que representan hasta este momento los únicos mecanismos de control que tenemos hacia el sistema político.
Los ciudadanos organizados conformamos una parte vital para dar solución a los problemas que nos aquejan. Si queremos que las cosas cambien verdaderamente tenemos que aceptar que esta magna empresa es una responsabilidad compartida. Tenemos que exponerle tanto a los malos gobiernos como a los grupos de presión nuestra inconformidad. Tenemos que abrir nuevos canales de participación, otorgando ideas, tiempo y esfuerzo en la mejora de nuestros Estados. Ésta no es una tarea a corto plazo, habremos de tener paciencia pues será una empresa que tendrán que consolidar las generaciones venideras, pero a nosotros nos toca sentar sus bases y cimientos.

© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Enero 2015.

miércoles, 7 de enero de 2015

Confianza y credibilidad



Las democracias modernas tienen un reto innegable que superar: el déficit de confianza y credibilidad que sufren los gobiernos que de ellas emanan. Las causas de este problema pueden ser variadas y van desde la falta de efectividad para hacer frente a los complejos problemas de las sociedades contemporáneas, hasta la incapacidad para resolver dificultades estructurales como la corrupción, que es un tema que se señala con mayúsculas en los países en desarrollo, pero que poco se atiende en realidad.
La doctora Karen Jones, catedrática de la Universidad de Melbourne, sostiene que tanto la confianza como la credibilidad son elementos indispensables para reducir los costos de transacción en la difícil relación entre ciudadanos y gobiernos. De forma que a mayor déficit de confianza y credibilidad en la administración pública, mayores serán los canales obligatorios y punitivos para hacer que los ciudadanos participan y contribuyan con las labores del gobierno.
Este argumento tiene bastante lógica. Si los individuos confían en que los gobiernos de sus comunidades cumplirán efectivamente con sus funciones básicas, esto es de forma eficiente y eficaz, entonces no tendrían argumentos para reusarse a pagar sus impuestos y cumplir con su obligación ciudadana. Sin embargo, si la administración de un gobierno no es efectiva, aunque exista una “obligación” para contribuir a las arcas públicas, el individuo está en su derecho de cuestionar, o en su defecto, de manifestar su desaprobación respecto a la manera en la que se utiliza el recurso que éste aporta.
Este escenario indeseable tanto para los ciudadanos como para los gobiernos puede resolverse mediante la edificación de confianza y credibilidad, ambos conceptos en construcción que tienen elementos en común: pueden ser considerados valores, requieren de voluntad para ser alcanzados, y solamente pueden generarse mediante el seguimiento de un proceso a largo plazo.
La construcción de confianza y credibilidad no se genera simplemente con el ágil discurso político, en el que se expresa “qué se creará” o “qué se tendrá que hacer” para tener mejores instituciones, pues esta acción como diría el pensador Rubén Amador es como creer que con una pincelada tendremos el cuadro completo.
Como el académico australiano Richard Holton sostiene “confiar” puede considerarse una decisión que es influenciada por el ambiente que nos rodea. Por ejemplo, en un viaje de vacaciones una persona puede quedarse dormida en el autobús que lo lleva de forma cotidiana a su lugar de origen. Sin embargo, si en alguna ocasión ocurre un evento que impide que esta persona llegue con bien a su destino (algún accidente, asalto, etc.) ella o él pueden decidir no confiar otra vez en este ambiente particular.
Antes de realizar el viaje es improbable que esta persona se haya tomado algún tiempo para pensar en los aspectos superfluos de esta actividad; como la ruta del autobús, la experiencia del conductor, el riesgo de quedarse dormida, etc. Sin embargo, la experiencia negativa que sufre en el viaje se convierte en un elemento que traiciona su confianza.
En consecuencia, se puede decir que en un principio (si las cosas salen como debe ser) no hay un motivador de desconfianza en el ambiente del individuo, sino hasta que éste experimenta algo que afecta su percepción sobre una situación particular.
Como lo muestra el ejemplo anterior, las personas confiamos pretendiendo que existen mecanismos de control para el ambiente en el que desarrollamos nuestra vida diaria, cuando algo negativo nos ocurre o cuando las cosas no funcionan como debiera ser, comenzamos a cuestionar al ambiente, a sus instituciones y a los mecanismos de control que las gobiernan.
Se dice que el mejor gobierno es aquel del que poco se escucha, que el ciudadano común y corriente no cuestiona a quienes lo representan cuando tiene los satisfactores básicos para realizar sus actividades cotidianas; cuando existen buenas vialidades, calles seguras, servicios públicos de calidad, inversión, empleo, educación, etc.
Sin embargo, como en una relación cíclica ello no puede alcanzarse sin la cooperación de ambas partes, sin la amalgama que permite más interacción a menores costos. La confianza puede considerarse un proceso porque requiere de múltiples pasos para ser construida, donde la etapa final es la credibilidad.  Al final de cuentas,  tanto la confianza como la credibilidad son elementos imprescindibles del Estado, pues facilitan las complejas interacciones de las sociedades modernas.

© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Enero 2015.