lunes, 23 de febrero de 2015

El México que merecemos

Justamente ayer conversaba con mi tutora de la Universidad de Melbourne sobre la difícil situación que vive, ya desde hace algunos años, México. Le comenté del enorme déficit de credibilidad y confianza al que se enfrentan las instituciones públicas; de la inadecuada estrategia gubernamental para hacer frente a estos problemas; del uso de la política como instrumento de asenso social. En términos concretos hablamos de pobreza, inseguridad, corrupción, nepotismo, asistencialismo, atraso y exclusión.
Nunca he sido portavoz de las generalizaciones, siempre que hablo de México expreso que el país es grande y mega diverso, que es una nación plural que alberga muchísimas realidades, que pese a que la imagen internacional lo muestra como un estado de barbarie, no vivimos en un caos rotundo, sino en un proceso donde la sociedad civil es más exigente, cuestiona con mejores argumentos y más canales, pero donde también hay un importante sector de la población que se niega a participar en la vida democrática, situación aprovechada por un gobierno que avanza a menor velocidad.
Sin embargo, siempre que llego al tema de las propuestas de solución, cuando quiero cambiar el matiz de la conversación por sentirme culpable de “hablar más de lo malo que de lo bueno” que hay en México, me invade una impotencia tremenda porque la raíz del problema no se concentra en una persona, en un político o en un grupo de políticos, empresarios, sindicatos, etc., sino en un sistema, en una institución que es la suma de intereses de muchos que buscan el poder (económico o político) por encima de cualquier pacto comunitario.
Diversos cuestionamientos rondan mi cabeza y pareciera que la respuesta de cada uno de ellos es cada vez más compleja: Cómo vulnerar un sistema que involucra a la gran  mayoría de actores políticos del país, que los organiza y gobierna en partidos políticos, que tiene alcance en los tres poderes y en los tres ordenes de gobierno; Cómo cambiar una estructura desde abajo cuando los actores del poder no lo desean, cuando son demasiados los beneficiarios del status quo, cuando su bandera de transformación son “discursos de colores” como diría José Martí, pero no se comprometen a ejercer ninguna acción real de cambio; Cómo transformar una nación cuando el cambio generacional no significa un cambio en la ideología o una reconstrucción de las estructuras del sistema, sino la continuidad de la institución tradicional, con las mismas reglas: corrupción, nepotismo, tráfico de influencias, impunidad y engaño; Cómo cambiar la ideología de nuestros líderes políticos cuando el incentivo económico que los mantiene en su sitio es demasiado alto, tanto que inhibe cualquier intento directo por transformar al sistema, cuando el riesgo de ejercer “el deber ser” compromete incluso la seguridad de quien vigila y acusa a los malos funcionarios, oficiales y representantes populares.
La respuesta, por sencilla que parezca está en los ciudadanos. El domingo pasado muchos mexicanos saltamos de emoción por las nominaciones y los galardones en “los Oscares” que obtuvieron tres artistas connacionales. Tanto la diáspora como quienes viven en nuestro suelo, nos llenamos de orgullo de saber que nuestra nación sigue exportando excelentes representantes, que en sus proyectos siempre encuentran la forma de poner en alto el nombre de México. González Iñárritu, el gran ganador de la noche, lanzó un mensaje que en el júbilo de la celebración hizo eco en muchísimos mexicanos “ruego para que podamos encontrar y construir el gobierno que nos merecemos …”
En este cierre de discurso, Iñárritu aprovecha de forma inteligente un foro masivo, altamente influyente, para hacer más precisión, enviando un mensaje de apoyo a quienes luchan todos los días por construir un mejor país, un Estado más ciudadano, un lugar que genere las oportunidades para que los talentos aporten a México y conquisten el mundo orgullosos de su patria.
Este no es un reto imposible, es una ecuación que requiere la suma de voluntades, que en especifico se logra con mayor participación social; formando más observatorios y fiscalías ciudadanas, más asambleas de colonos, más educación cívica. La tarea es crear comunidad y oportunidades desde la ciudadanía, para restarle poder a quienes tienen al país en mal estado y así construir juntos el país que merecemos.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Febrero 2015.

martes, 17 de febrero de 2015

Islamofobia y libertad de expresión

El mundo de hoy enfrenta una extensa tensión entre sus civilizaciones. La globalización y el subsecuente avance en las tecnologías de la comunicación, lejos de ser instrumentos impulsores de la anhelada “aldea global” han promovido un enorme desentendimiento y mala comunicación entre las culturas, lo cual puede desembocar en un resentimiento infundado hacia personas completamente inocentes.  
Tanto los medios internacionales como los locales propician de forma voluntaria o involuntaria esta situación. Lo hacen cuando sin una explicación adecuada publican noticias que por su encabezado o carácter general pueden ser mal interpretadas por la población, que la mayoría de las veces desconoce a plenitud el tema en cuestión.
Aterrizando esta colaboración a un caso práctico podemos tomar como referencia la “islamofobia” que se percibe en distintos países occidentales, sobre todo, en aquellos que han sufrido de manera cercana un atentado terrorista o cuyas tropas se encuentran combatiendo al mal llamado “Estado islámico” (EI).
En estos países han comenzado a surgir movimientos xenofóbicos que defienden la “identidad” de sus determinaciones geográficas, olvidando que su propia civilización es resultado de la fusión de antiguas culturas que se han transformado gracias a dicha interacción.
Estos grupos, cuyo conservadurismo es también preocupante, han obtenido adeptos gracias a la inadecuada interpretación que la población le brinda a las tendencias noticiosas globales, vinculando de forma inadecuada a los terroristas, fundamentalistas o guerrilleros del EI con las personas que profesan el islam, una confusión que debe erradicarse si deseamos vivir en paz, en sociedades multiculturales.
Para evitar dichas confusiones o malinterpretaciones se pueden tener presentes dos consideraciones.
En primer lugar se deben poner a los actores de las noticias en su sitio. Si leemos una nota sobre un ataque terrorista perpetrado por alguna organización “radical islámica”, por ejemplo, debemos ser capaces de identificar a los culpables sin generalizar, esto es, tenemos que tener presente que los llamados “radicales islámicos” son un grupo particular de personas que no representan ni por derecho, ni por porcentaje, ni por numero a los musulmanes.
El otro caso en consideración es el llamado “Estado Islámico”, el cual ni es un Estado, ni ejerce los principios del islam, de forma que puede identificarse como una estructura ajena al mundo musulmán, que busca obtener sus objetivos geoestratégicos sobre la base de la intimidación y el miedo, fundamentos alejados a cualquier organización religiosa. 
En segundo lugar, en Occidente se debe entender que nuestra escala de valores y cosmovisión es muy distinta a lo que se cree en el mundo musulmán. Erróneamente damos por hecho que cualidades cívicas como la libertad de expresión o la libertad de culto son comprendidas y respetados por todas las civilizaciones. Tan es así, que le hemos brindado el carácter de “universal” a los valores que creemos están por encima de cualquier aspecto individual de nuestra vida diaria.
El tema se complica si tomamos en cuenta que la globalización ha desdibujado las fronteras, por lo menos en el plano de la información y la comunicación, de manera que lo que se publica en un sitio determinado puede ser visto en lugares sumamente alejados, cuyos habitantes pueden no interpretar de igual manera el sentido de dichas publicaciones.
Lo anterior se puede ejemplificar citando la oleada de manifestaciones en diversos países musulmanes en contra del último número del semanario francés Chalie Hebdo, donde se ilustra al profeta Mahoma con la leyenda “todo está perdonado”. En este caso, los occidentales defendemos con validos argumentos la libertad de expresión de dicha publicación, aunque estemos de acuerdo o no con su contenido, mientras que para una persona que profesa el islam, mostrar a Mahoma en forma de caricatura es un insulto a sus creencias, una gran ofensa a su ícono divino.
El problema puede sintetizarse en una falta de entendimiento y comprensión entre las partes, pues mientras que muchos Occidentales tienen menos arraigo a sus iconos religiosos y por tanto sitúan con mayor jerarquía a la libertad de expresión, una cantidad importante de musulmanes colocan a sus deidades antes que cualquier libertad.
Lo mismo ocurre en la relación entre la religión y el estado. Mientras que en las civilizaciones occidentales se establece una separación relativamente clara entre las leyes del ser humano y las leyes de dios (pese a que aún sobreviven monarquías simbólicas), en el mundo musulmán el Estado está fusionado con la religión, de manera que los lideres religiosos cuentan con poder político y capacidad para movilizar a las masas.
Si tan solo quienes señalan y generalizan para culpar a un grupo cultural particular reflexionaran respecto a las diferencias en cuanto a los valores y símbolos de cada civilización, tendríamos un mundo con mayor pluralidad y tolerancia, un mundo empático. No se trata de imponer una libertad sobre una creencia, sino de comprender las razones de uno y de otro, ponernos en su lugar para establecer qué es lo más adecuado, porque solo cuando hay entendimiento gobierna la paz.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Febrero 2015.

domingo, 8 de febrero de 2015

Sobre México y su transformación (Parte II)

La buena gobernanza implica que el gobierno abra sus puertas a los ciudadanos para que participen en las decisiones de la vida pública. Obviamente, dicha apertura tiene que enfocarse en aquellas personalidades con autoridad moral y reconocimiento por parte de la población.
Este tipo de iniciativas enriquece las propuestas del Estado para hacer frente a sus amplios retos, además de comprometer a los actores ciudadanos a darle seguimiento y monitoreo a las políticas gubernamentales.
Los ciudadanos son la clave del poder en el siglo XXI. Como lo afirma el analista internacional Moisés Naím, los poderes tradiciones tales como los gobiernos o las grandes estructuras burocráticas, ya no dominan el contexto en el que se desenvuelven; ya no son capaces de predecir cómo actuará la sociedad ante un hecho determinado; ya no controlan las variables decisivas.
Esta aceptación respecto a la decadencia del poder tradicional tiene que entenderse entre quienes dirigen el destino de México. Hoy ya no es suficiente para la sociedad la versión oficialista, donde el discurso se disfraza para engañar a los incautos.
Hoy en día, hay un sector de la sociedad mexicana que critica, que exige mejores argumentos, que no se conforma con el discurso romántico del cambio, sino que reclama acciones contundentes, preventivas, donde el Estado regule en favor de las mayorías.
Sin embargo, esta efervescencia por convertirnos en una sociedad crítica y propositiva, tiene que acompañarse con el compromiso de construir ciudadanía entre aquellos menos afortunados, quienes son considerados por los líderes políticos monedas de cambio, votos baratos, masas influenciables que no verán una transformación real en sus precarias condiciones, si no se revelan al sistema que voluntariamente los oprime.
La ruptura con el modelo clientelar, que sobrevive en nuestros días empoderando a “líderes locales” para administrar electoralmente una zona determinada, podrá alcanzarse solamente cuando la población se entere de los beneficios de tener un buen gobierno, cuando enfrenten con valentía a quienes buscan dominarlos y pongan en su sitio a quienes pretenden tomar el destino de sus determinaciones geográficas, y por ende de sus vidas.
Convertir a la gente en ciudadanos es una tarea que requiere de mucha educación cívica, pero también de disposición política para renunciar a los “votos seguros”, al “voto duro”, a las zonas que se mantienen a propósito atrasadas para dominarlas. Esta es una tarea que difícilmente harán quienes se benefician del sistema, pero que es igualmente una puerta de oportunidad para aquellos que criticamos con propuesta, tratando de corregir aquellas condiciones que por años han sido lastres para los mexicanos.
El siglo XXI es el siglo de la sociedad civil organizada, no de los políticos, ni de sus partidos. El entorno internacional nos brinda excelentes ejemplos de cómo una población organizada puede alcanzar sus ideales democráticos; de cómo una tragedia nacional puede trascender fronteras para ser arropada por otros ciudadanos del mundo; de cómo el malestar social puede institucionalizarse para lograr cambios políticos trascendentales en un entorno de paz. 
Vivimos un momento ideal para que los ciudadanos tomemos el control de nuestras comunidades, municipios o estados. La globalización y sus herramientas de híper-comunicación nos brindan elementos para comparar, seguir, monitorear, las acciones y políticas de quienes nos gobiernan. Nos dan la oportunidad de fundamentar nuestras posiciones con base en evidencia, esto es, nos permiten argumentar con solvencia sobre lo que creemos que puede hacerse mejor.
No obstante, como hemos comentado en colaboraciones pasadas, la globalización requiere de un ancla, que es la identidad, y de una brújula, que es la educación, para ser aprovechada.
En caso de carecer de ambos artefactos (de la brújula y el ancla) la globalización se convierte en un instrumento de dominio, en una cartera infinita de entretenimiento sin aprendizaje, ni beneficio para la sociedad.
El cambio del país está en sus individuos. En el empeño que cada persona le pone a sus actividades diarias. En los valores que heredamos a las generaciones futuras. En el ejemplo que le damos a nuestros hijos e hijas. En el valor y compromiso que tengamos para rechazar a aquellos que quieren seguir dominándonos con las mermas del poder. La decisión del cambio es individualísima, pero su efecto puede ser ampliamente reproducible entre quienes soñamos todos los días con construir un mejor país.    

*Texto modificado en la versión para América Latina "La construcción de un mejor país"


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Febrero 2015.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Sobre México y su transformación (Parte I)

A mí también me gustaría ver transformarse a México. Soy un crítico de lo que considero está mal, pero la mayoría de las veces trato de acompañar mi critica con propuesta. Estoy consciente de que uno de los grandes retos de toda nación es el ejercicio de lo que -debe ser-, en detrimento de lo que –es-.
Podría considerarme un idealista, de no ser porque el mundo nos brinda una baraja de ejemplos en las que “otros” países han logrado grandes transformaciones, con lo cual nos dan pauta para pensar que sí hay posibilidades de cambio, que sí es posible hacerle frente a los problemas de los países en desarrollo, que sí se puede enfrentar a la corrupción, al nepotismo, a la inseguridad, etc. si trazamos la meta del país en el que deseamos que habiten las generaciones futuras.
Es evidente que el primer reto que superar es la corrupción, un tema que ha llegado al discurso de los líderes políticos de todos los partidos, de forma reactiva, pero que no ha encontrado eco en las acciones de los encargados de castigar este mal, como si ha ocurrido por ejemplo en España. Se escuchan en la radio spots promovidos por ciertos gobiernos estatales, por líderes partidistas que afirman “meterán a la cárcel a los corruptos” cuando la nota radiofónica anterior describe un video que circula en las redes, donde es evidente “el moche” que pide la mano derecha de un alcalde de este mismo partido a un constructor.
En este tenor, nuestros políticos deben entender que adoptar de forma general en su línea discursiva, tanto las necesidades como problemas del país, no los hace más cercanos a la población, sino que hace evidente la falta de respuestas específicas, a los problemas que son particulares de las determinaciones geográficas. En otras palabras, un político miente cuando afirma que mejorará las condiciones económicas, de seguridad, salud, educación, etc., porque no tiene la certeza de ello, simplemente lo dice porque es lo que la gente quiere escuchar.
La falta de certeza de los líderes políticos se debe a que condiciones como la seguridad, el crecimiento económico, la salud, e incluso la educación dependen en gran medida de una coincidencia de factores, en los cuales, el impacto de la política gubernamental es mínimo, sobre todo en gobiernos “austeros”. Éstos contribuyen a que exista una mejora, mas no son determinantes en esta empresa. 
Por ello, en este espacio hemos propuesto que los gobiernos vuelvan a lo básico, que actúen de acuerdo a sus facultades y posibilidades. Que cumplan con su función primordial: generar escenarios de oportunidad para que la población se desarrolle.
Tanto a nivel federal, como en el ámbito estatal y municipal muchos gobiernos en México han demostrado ser ineficaces en cumplir con sus tareas más básicas. Puede que este sea un problema de insuficiencia presupuestaria, pero la opacidad con la que manejan las cuentas públicas deja sospechas al ciudadano, que simplemente no encuentra canales de participación en la vida de sus comunidades.
La participación ciudadana es una herramienta democrática que no se ha sabido, o no se ha querido aprovechar. Un gobierno honesto, legítimo, eficaz, no tiene por qué temer que miembros imparciales de la población revisen sus cuentas, evalúen sus políticas públicas y le den seguimiento a sus acciones. Incluso, con la participación ciudadana se pueden legitimar acciones para disminuir la influencia negativa de ciertos grupos de presión que dañan el “escenario de oportunidades” que idealmente construye el estado.
De esta forma, un gobierno local podría convocar a miembros destacados de la sociedad para tratar un tema polémico, como lo es por citar un ejemplo el “paro” en las escuelas. El gobierno local fungiría como moderador escuchando a las partes afectadas. En este foro, los padres de familia podrían exponer con libertad su insatisfacción por el impasse en la educación de sus hijos, los manifestantes podrían presentar sus demandas, las cuales tendrían que estar al alcance de la autoridad local -si es que tienen intención de resolver el problema-, mientras que los representantes gubernamentales podrían explicar las limitantes que tienen para cumplir con las demandas de quienes se manifiestan.
En este escenario ideal, ceteris paribus, los acuerdos tendrían que llevarse a cabo, pues llevan en sí mismos la esencia de la democracia: participación, tolerancia, empatía, bien común, entre otros. Sin embargo, en la realidad nos toparíamos con “detalles” que arruinarían nuestra perfecta asamblea: en primer lugar el reto sería sentar en una mesa de diálogo a las partes, en segundo lugar se cuestionaría la autoridad moral de los convocantes, en tercer lugar sería difícil el respeto a las formas, y así podríamos seguir con un mar de complicaciones que explican en parte, el lento progreso de muchos estados del país. 
Con ello no pretendo decir que es imposible que se lleven a cabo esquemas de participación ciudadana en México, sino que estoy convencido que éstos instrumentos de la democracia van acompañados por la buena gobernanza, la cual es escasa en el país...


*Texto modificado en la versión para América Latina "Memorias de México" 


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Febrero 2015.