Estimado lector, estos días que se avecinan deben
contener un alto grado de reflexión. Estamos por celebrar una de las fiestas
religiosas más importantes para los católicos, pero también por cerrar un año
que ha sido muy importante en cuestión de crecimiento económico para los
latinoamericanos, ya que el mismo ha sido parte del rompeolas que ha frenado el
contagio de la crisis económica, que no termina de asechar a los europeos y que
ha modificado incluso el escenario político en el viejo continente.
En este tenor, hemos decidido aprovechar el presente
espacio para mostrarle una colaboración distinta, alejada de los problemas y
tensiones que siempre atraen los reflectores internacionales, como bien lo
puede ser la muerte del líder norcoreano Kim Jong-il, las inminentes sanciones
contra Irán producto de su polémico programa nuclear, o incluso la penosa
catástrofe en Filipinas, cuyas inundaciones le han costado la vida a cientos de
personas.
Es así que le presentamos un cuento corto titulado “El
país de las luces”, una narrativa imaginaria que tiene que ver con el paradigma
de la democracia, esperando que su lectura lo aparte de las tensiones que como
ciudadanos del mundo traemos con nosotros, pero que a la vez lo invite a
reflexionar sobre un tema que será de gran importancia en el año venidero…
En el país de la luces siempre hubo libertades y
derechos, el sol brillaba todo el día, no había necesidad de bombillas ni de
tener generadores eléctricos, siglos de historia guardaban a la luz como algo
natural y propio de aquella nación solitaria en el mundo. Hacía muchos años que
no existía gobierno de facto alguno, pues aquellos ciudadanos nunca irrumpían
el orden público, sus relaciones eran cordiales, la luz les proveía de todo
aquello que pudieran necesitar: desde alimentos; frutas y verduras en
abundancia, hasta el calor para contrarrestar las inclemencias del invierno, o
simplemente para tener una vida más armoniosa con la naturaleza. No había conflictos
en aquel lugar.
De pronto un día sin explicación alguna todo se volvió
oscuridad, la suerte es una ley indefinida que rebasa toda probabilidad y que
quizás tiene que ver más con una voluntad divina que con las acciones del
hombre, quien cree que puede controlar fácilmente su destino.
Los habitantes desconcertados, no supieron cómo responder
al infortunio. El caos se apoderó de los hombres y mujeres, la luz había sido
la ley que contralaba sus acciones y ante la oscuridad parecía que todo era permitido.
Después de algún tiempo de incertidumbre y barbarie, surgieron, como
tradicionalmente lo hacen, algunos grupos de individuos que encontraron una perspectiva
de solución ante el agobiante problema, sólo tres ellos sobresalen de entre los
demás para su mención ante el estricto apego a formas de gobierno conocidas por
nosotros, pero novedosas en un país con una población autogobernada.
En el primer grupo se decidió pedir una solución
directa al monarca, un hombre que había heredado el trono de un Estado sin
leyes y que por tanto no contaba con la experiencia para poner orden a sus
gobernados. La gente, en la condición de ceguera impuesta en que se encontraba,
simplemente desobedecía el mandato real, y el rey no tenía como vigilar la correcta conducta de sus
súbditos.
El segundo grupo optó por utilizar una antigua ley,
que consideraron suprema, fundamental y perfecta, pero aquella no pudo ser
recordada por sus viejos escribanos, quienes no conocían otra forma de lectura,
más que aquella que se apoya en la iluminación, además ¿quién respeta una ley
que apenas y se distingue en la oscuridad y que fácilmente amolda sus palabras
a los intereses de los poderosos?
El tercer grupo decidió ser más práctico, sabían que
era necesario explotar otros sentidos para instaurar un nuevo régimen, que
antes natural, ahora era necesario reconstruir. Usaron como instrumento el
sentido del oído; sería entonces su voz el canal adecuado para instaurar el
orden, y como el habla utiliza a la razón y al argumento como cualidades
medibles de inteligencia, no hubo duda en la elección objetiva de quienes debían
asumir el mando de la administración pública, no hubo tráfico de influencias,
ni corrupción, todos se comunicaba en Asamblea, donde se convocaba primero al
silencio y después a las autoridades electas por sus meritos y discursos,
aquellos, moderados en un orden estricto, pues estaba en juego nada menos que
la supervivencia de todos los gobernados.
Un día sin explicación alguna la luz volvió, revelando
las realidades de los pueblos que vuelven al pasado, aquellos que se olvidan
del hombre frente a las leyes y aquellos que innovaron sobre la base de una
realidad desconocida e incierta, pero que mantuvieron la libertad, la igualdad,
el derecho y la participación ciudadana como los principales pilares de su
gobierno. Después del eclipse sólo un pueblo sobrevivió en dignidad, fue aquel donde
la voz popular ocupó el lugar de la razón iluminada.
Twitter: @ignacioamador
19/12/2011
© Ignacio
Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en México
e Iberoamérica.
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