La
buena gobernanza implica que el gobierno abra sus puertas a los ciudadanos para
que participen en las decisiones de la vida pública. Obviamente, dicha apertura
tiene que enfocarse en aquellas personalidades con autoridad moral y
reconocimiento por parte de la población.
Este
tipo de iniciativas enriquece las propuestas del Estado para hacer frente a sus
amplios retos, además de comprometer a los actores ciudadanos a darle
seguimiento y monitoreo a las políticas gubernamentales.
Los
ciudadanos son la clave del poder en el siglo XXI. Como lo afirma el analista
internacional Moisés Naím, los poderes tradiciones tales como los gobiernos o
las grandes estructuras burocráticas, ya no dominan el contexto en el que se
desenvuelven; ya no son capaces de predecir cómo actuará la sociedad ante un
hecho determinado; ya no controlan las variables decisivas.
Esta
aceptación respecto a la decadencia del poder tradicional tiene que entenderse entre
quienes dirigen el destino de México. Hoy ya no es suficiente para la sociedad
la versión oficialista, donde el discurso se disfraza para engañar a los
incautos.
Hoy
en día, hay un sector de la sociedad mexicana que critica, que exige mejores
argumentos, que no se conforma con el discurso romántico del cambio, sino que
reclama acciones contundentes, preventivas, donde el Estado regule en favor de
las mayorías.
Sin
embargo, esta efervescencia por convertirnos en una sociedad crítica y
propositiva, tiene que acompañarse con el compromiso de construir ciudadanía
entre aquellos menos afortunados, quienes son considerados por los líderes
políticos monedas de cambio, votos baratos, masas influenciables que no verán
una transformación real en sus precarias condiciones, si no se revelan al
sistema que voluntariamente los oprime.
La
ruptura con el modelo clientelar, que sobrevive en nuestros días empoderando a
“líderes locales” para administrar electoralmente una zona determinada, podrá
alcanzarse solamente cuando la población se entere de los beneficios de tener
un buen gobierno, cuando enfrenten con valentía a quienes buscan dominarlos y
pongan en su sitio a quienes pretenden tomar el destino de sus determinaciones
geográficas, y por ende de sus vidas.
Convertir
a la gente en ciudadanos es una tarea que requiere de mucha educación cívica,
pero también de disposición política para renunciar a los “votos seguros”, al
“voto duro”, a las zonas que se mantienen a propósito atrasadas para dominarlas.
Esta es una tarea que difícilmente harán quienes se benefician del sistema,
pero que es igualmente una puerta de oportunidad para aquellos que criticamos
con propuesta, tratando de corregir aquellas condiciones que por años han sido
lastres para los mexicanos.
El
siglo XXI es el siglo de la sociedad civil organizada, no de los políticos, ni
de sus partidos. El entorno internacional nos brinda excelentes ejemplos de
cómo una población organizada puede alcanzar sus ideales democráticos; de cómo
una tragedia nacional puede trascender fronteras para ser arropada por otros
ciudadanos del mundo; de cómo el malestar social puede institucionalizarse para
lograr cambios políticos trascendentales en un entorno de paz.
Vivimos
un momento ideal para que los ciudadanos tomemos el control de nuestras
comunidades, municipios o estados. La globalización y sus herramientas de híper-comunicación
nos brindan elementos para comparar, seguir, monitorear, las acciones y
políticas de quienes nos gobiernan. Nos dan la oportunidad de fundamentar
nuestras posiciones con base en evidencia, esto es, nos permiten argumentar con
solvencia sobre lo que creemos que puede hacerse mejor.
No
obstante, como hemos comentado en colaboraciones pasadas, la globalización
requiere de un ancla, que es la identidad, y de una brújula, que es la
educación, para ser aprovechada.
En
caso de carecer de ambos artefactos (de la brújula y el ancla) la globalización
se convierte en un instrumento de dominio, en una cartera infinita de
entretenimiento sin aprendizaje, ni beneficio para la sociedad.
El
cambio del país está en sus individuos. En el empeño que cada persona le pone a
sus actividades diarias. En los valores que heredamos a las generaciones
futuras. En el ejemplo que le damos a nuestros hijos e hijas. En el valor y
compromiso que tengamos para rechazar a aquellos que quieren seguir
dominándonos con las mermas del poder. La decisión del cambio es
individualísima, pero su efecto puede ser ampliamente reproducible entre
quienes soñamos todos los días con construir un mejor país.
*Texto modificado en la
versión para América Latina "La construcción de un mejor país"
© Ignacio Pareja Amador,
publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Febrero
2015.
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