El mundo de hoy enfrenta una extensa tensión entre
sus civilizaciones. La globalización y el subsecuente avance en las tecnologías
de la comunicación, lejos de ser instrumentos impulsores de la anhelada “aldea
global” han promovido un enorme desentendimiento y mala comunicación entre las
culturas, lo cual puede desembocar en un resentimiento infundado hacia personas
completamente inocentes.
Tanto los medios internacionales como los locales
propician de forma voluntaria o involuntaria esta situación. Lo hacen cuando
sin una explicación adecuada publican noticias que por su encabezado o carácter
general pueden ser mal interpretadas por la población, que la mayoría de las
veces desconoce a plenitud el tema en cuestión.
Aterrizando esta colaboración a un caso práctico podemos
tomar como referencia la “islamofobia” que se percibe en distintos países
occidentales, sobre todo, en aquellos que han sufrido de manera cercana un
atentado terrorista o cuyas tropas se encuentran combatiendo al mal llamado “Estado
islámico” (EI).
En estos países han comenzado a surgir movimientos
xenofóbicos que defienden la “identidad” de sus determinaciones geográficas,
olvidando que su propia civilización es resultado de la fusión de antiguas
culturas que se han transformado gracias a dicha interacción.
Estos grupos, cuyo conservadurismo es también
preocupante, han obtenido adeptos gracias a la inadecuada interpretación que la
población le brinda a las tendencias noticiosas globales, vinculando de forma
inadecuada a los terroristas, fundamentalistas o guerrilleros del EI con las
personas que profesan el islam, una confusión que debe erradicarse si deseamos
vivir en paz, en sociedades multiculturales.
Para evitar dichas confusiones o
malinterpretaciones se pueden tener presentes dos consideraciones.
En primer lugar se deben poner a los actores de
las noticias en su sitio. Si leemos una nota sobre un ataque terrorista perpetrado
por alguna organización “radical islámica”, por ejemplo, debemos ser capaces de
identificar a los culpables sin generalizar, esto es, tenemos que tener
presente que los llamados “radicales islámicos” son un grupo particular de
personas que no representan ni por derecho, ni por porcentaje, ni por numero a
los musulmanes.
El otro caso en consideración es el llamado “Estado
Islámico”, el cual ni es un Estado, ni ejerce los principios del islam, de
forma que puede identificarse como una estructura ajena al mundo musulmán, que
busca obtener sus objetivos geoestratégicos sobre la base de la intimidación y
el miedo, fundamentos alejados a cualquier organización religiosa.
En segundo lugar, en Occidente se debe entender
que nuestra escala de valores y cosmovisión es muy distinta a lo que se cree en
el mundo musulmán. Erróneamente damos por hecho que cualidades cívicas como la
libertad de expresión o la libertad de culto son comprendidas y respetados por
todas las civilizaciones. Tan es así, que le hemos brindado el carácter de
“universal” a los valores que creemos están por encima de cualquier aspecto
individual de nuestra vida diaria.
El tema se complica si tomamos en cuenta que la globalización
ha desdibujado las fronteras, por lo menos en el plano de la información y la
comunicación, de manera que lo que se publica en un sitio determinado puede ser
visto en lugares sumamente alejados, cuyos habitantes pueden no interpretar de
igual manera el sentido de dichas publicaciones.
Lo anterior se puede ejemplificar citando la
oleada de manifestaciones en diversos países musulmanes en contra del último
número del semanario francés Chalie Hebdo, donde se ilustra al profeta Mahoma
con la leyenda “todo está perdonado”. En este caso, los occidentales defendemos
con validos argumentos la libertad de expresión de dicha publicación, aunque
estemos de acuerdo o no con su contenido, mientras que para una persona que
profesa el islam, mostrar a Mahoma en forma de caricatura es un insulto a sus
creencias, una gran ofensa a su ícono divino.
El problema puede sintetizarse en una falta de
entendimiento y comprensión entre las partes, pues mientras que muchos
Occidentales tienen menos arraigo a sus iconos religiosos y por tanto sitúan
con mayor jerarquía a la libertad de expresión, una cantidad importante de
musulmanes colocan a sus deidades antes que cualquier libertad.
Lo mismo ocurre en la relación entre la religión y
el estado. Mientras que en las civilizaciones occidentales se establece una
separación relativamente clara entre las leyes del ser humano y las leyes de
dios (pese a que aún sobreviven monarquías simbólicas), en el mundo musulmán el
Estado está fusionado con la religión, de manera que los lideres religiosos
cuentan con poder político y capacidad para movilizar a las masas.
Si tan solo quienes señalan y generalizan para
culpar a un grupo cultural particular reflexionaran respecto a las diferencias
en cuanto a los valores y símbolos de cada civilización, tendríamos un mundo
con mayor pluralidad y tolerancia, un mundo empático. No se trata de imponer
una libertad sobre una creencia, sino de comprender las razones de uno y de
otro, ponernos en su lugar para establecer qué es lo más adecuado, porque solo
cuando hay entendimiento gobierna la paz.
© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos
periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Febrero 2015.
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