En el sistema internacional gobierna solamente la
anarquía. Este es el argumento sobre el que se sostiene el paradigma que domina
la política internacional contemporánea, el realismo. Tanto los países
industrializados como las naciones emergentes se preparan constantemente para
sobresalir en cualquiera de los elementos que definen al poder en la arena
internacional.
Esta competencia tiende a concentrarse en las esferas
económica y política principalmente, porque ningún Estado con poder económico o
con alianzas estratégicas puede ser una presa fácil ante las inminentes intenciones
de las grandes potencias por hacerse de mayor poder e influencia.
Es justamente esta sensación de desconfianza la que
impide a los Estados convivir en escenarios de paz, convirtiendo a esta meta
global en un objetivo prácticamente inalcanzable.
Mientras más inseguros se sientan los países respecto
a las intenciones de sus vecinos, enemigos o incluso alidos, menos probable es
que sus líderes se comprometan a construir una paz duradera y sostenible.
Si a esta perspectiva se le incluye que uno de los
efectos de la globalización ha sido la radicalización de la idea de nación o de
sus elementos de identidad: religión, idioma, costumbres, etnicidad, etc., podemos
apreciar que el mundo corre un riesgo sin presentes, donde las cualitativas más
dogmáticas de las civilizaciones pueden permear fácilmente las fronteras
territoriales, rebasando con ello la capacidad de los Estados para solucionar
estos conflictos.
Por otro lado, la multipolaridad del sistema
internacional, que se pensó sería la fuente de una gobernabilidad democrática efectiva,
en vez de generar soluciones plurales, se encuentra frenada por la
multiplicidad de intereses nacionales, que no logran ponerse de acuerdo para
brindar soluciones legítimas a los grandes problemas del mundo.
Nuevos actores con intereses cada vez más radicales
ponen en riesgo la paz y tranquilidad de comunidades enteras. Estos grupos se
camuflan bajo la bandera del fundamentalismo religioso, motivando a sus
militantes a vengar la “trágica historia de sus pueblos” omitiendo que las
represarías no serán jamás instrumentos espirituales de ningún dios, pues
tienen como base la defensa de un argumento tan humano como el interés
particular.
El terrorismo es una plaga que prevalecerá en tanto la
idea de opresores y oprimidos no se erradique. Es un malestar que responde a
una realidad política, que no tiene ninguna intención por mejorar las
condiciones de vida de las comunidades, sino simplemente busca generar
contrapesos en la balanza de poder de ciertos actores.
Pareciera entonces que quienes buscan este poder,
aquellas elites políticas y económicas que dominan a los pueblos, saben manejar
perfectamente el lenguaje de las diferencias para tomar ventaja de ellas en su
beneficio. Lo que el colectivo no percibe, es que su odio o rencor hacia la
etnia X o la nación de Y, es un insumo histórico que mantiene a caudillos en el
poder, pues les permite construir el objetivo común que une a los pueblos.
Quien ha apoyado o apoya a la guerra sin tener algún
interés político o económico detrás de ella, desconoce que ésta es la expresión
humana más antidemocrática e injusta que existe, pues le sustrae al ciudadano
la libertad para decidir qué es lo mejor para él/ella y los suyos,
convirtiéndolo en un simple peón cuyo valor es simbólico e intercambiable.
Las guerras en realidad se construyen sobre los
argumentos de los pueblos y las naciones, pero están lejos de ser un elemento
de la voluntad individual, pues está más que comprobado que es posible la
fraterna convivencia entre individuos de etnias o naciones “enemigas”, si se
tiene la capacidad de ubicar al pasado en su sitio, en un ejercicio de gran
dificultad, pero de mayor significancia para construir una verdadera ciudadanía
global.
La clave para llegar a este escenario toma su fuerza
de una palabra: reconciliación. Sin embargo, este es un concepto amorfo que va
ligado a la experiencia vivencial de los individuos, y a su capacidad para
perdonar con base en una sabiduría especial, que es tan escasa que parece
incierta.
Sin embargo, pese a que pareciera que la paz en plenitud
difícilmente podrá alcanzarse entre los seres humanos, pues el círculo de la
desconfianza entre las naciones se incrementa conforme lo hacen la
concentración económica y los bienes políticos, hay personas que creemos que no
todo está perdido y que la principal transformación comienza de lo particular a
lo general, del individuo hacia su nación o Estado.
Aunque suene idealista, que lo es, la principal
contribución que podemos hacerle a nuestra civilización radica en el cambio de
nuestra perspectiva individual. El mundo es un libro gigantesco que espera con
ansia a que lo descubramos, en el momento que lo hagamos nos daremos cuenta que
no somos tan distintos, que las diferencias realmente nos enriquecen porque nos
permiten ver con otro lente al mundo. Cuando ello suceda, ya no habrá más
espacio en nuestra mente para pensar en guerras.
© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos
periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Septiembre 2014
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