Para mucha personas es sumamente difícil entender el entorno
internacional que vivimos de forma cotidiana. Un escenario donde están siempre
presentes los enfrentamientos directos e indirectos entre las civilizaciones o
las grandes potencias; donde los países pequeños tienen una incidencia menor en
los conflictos, pero son siempre los más afectados; y donde la paz se convierte
en un objetivo cada vez más lejano, pese a que es una de las grandes metas de
la comunidad mundial.
Esta situación obliga a los ciudadanos del mundo a preguntarnos, si las
diferencias culturales de las personas son suficientes para que países o
regiones enteras entren en conflicto entre sí, con el único fin de demostrar su
superioridad en X o Y rubro; ¿Acaso las diferencias culturales pueden ser
argumentos válidos para que dos o más civilizaciones comiencen una guerra?
Evalúelo usted estimado lector, que ha sido testigo directo e indirecto
de los extensos movimientos migratorios mundiales, que ha visto la
desnacionalización de las razas, que cree que el ser humano, independientemente
de su origen, cuenta con derechos intrínsecos que lo deberían acompañar
siempre, en cualquier lugar en donde se encuentre.
En los países que se consideran multiculturales, que han recibido
volúmenes importantes de personas provenientes de diferentes rincones del
planeta, las diferencias representan una ventaja, pues la pluralidad de ideas
tiende a enriquecerse con la diversidad del brebaje cultural de una sociedad,
siempre y cuando ésta cuente con efectivos canales de convivencia donde la
supremacía sea siempre la ley.
Las diferencias culturales en un ambiente global pueden considerarse
parte de una riqueza única, que abre la posibilidad a que los individuos se
conozcan, para que intercambien mensajes cargados de cientos de años de
historia, con el fin de decidir el camino que desean tomar.
En pocas palabras, la diversidad se convierte en una cualidad de la
libertad, en la que el individuo decide sobre las tradiciones y costumbres que
desee seguir, considerando que el elemento más positivo de las grandes
civilizaciones del planeta es la convivencia pacífica.
Desafortunadamente, la perspectiva que gobierna la dimensión intelectual
e ideológica de los líderes mundiales es el realismo. Un paradigma que considera
que el entorno internacional es anárquico, esto es, que no puede existir una
gobernanza o autoridad a nivel global que tenga la fuerza suficiente para
instituir un orden normativo, que derogue o disminuya la posibilidad del
conflicto.
Al contrario, el paradigma del realismo sostiene que en la arena
internacional los países están en constante preparación para la guerra:
invierten una alta proporción de sus presupuestos en sus ejércitos, se alían
con empresas y centros de investigación para el desarrollo de armamento más
efectivo y eficiente, se unen en bloques para reforzar su interdependencia
militar, y finalmente, negocian entre ellos los resultados o beneficios de los
conflictos regionales.
En este sentido, lo que se puede interpretar es que los principales
“focos rojos”, llámese Palestina, Ucrania, Siria, Irak, Sudan, etc., son en
realidad disputas del poder entre líderes, no entre personas. Es así que la
población es representada, para estos maestros del ajedrez global, como simples
–peones- que sufren las catastróficas consecuencias de las guerras, mientras
que sus “lideres” sobreexplotan la soberanía que les otorga de buena fe el
pueblo, sin pensar realmente en lo que necesitan quienes guardan en su conjunto
el único valor legitimo para hablar en nombre de una nación o un estado.
Sin embargo, el problema no se centra simplemente en las diferencias
entre las civilizaciones; pues -los odios añejos- de la historia tienen a
disminuir su influencia en la sociedad conforme pasan las generaciones. El
problema está en el aparato mercantil que sostiene al paradigma del realismo.
Como en un círculo vicioso los Estados se militarizan y se alían
estratégicamente, generando un aparato económico que gana fuerza conforme
avanzan las tensiones, y que solo puede aceitarse mediante el uso de las armas.
Esta es una industria que representa miles de millones de dólares y otros
tantos miles de empleos, e intereses entre quienes han visto en la destrucción
un fructífero negocio.
Aunque suene redundante, lo único capaz de vencer al beneficio económico
en la globalización es el beneficio económico. La única manera de romper con el
paradigma realista de nuestros líderes es convenciéndolos que la cooperación es
más lucrativa que la guerra, que el libre comercio puede ser una opción de
ganar-ganar para los actores implicados (vendedores y compradores), que las
diferencias nos hacen mejores, porque nos invitan a tomar en cuenta un mayor
abanico de posibilidades.
El cambio también está en los ciudadanos, quienes poseemos unidos la
soberanía y legitimidad del Estado; quienes organizados podemos condenar las
acciones de los gobiernos que no nos representan; quienes queremos vivir en paz.
La gran riqueza de nuestro tiempo radica en la oportunidad que tenemos para conocernos
entre las civilizaciones del mundo, tomemos esta coyuntura como un medio para
guardar al pasado en su sitio y vivir en armonía como una verdadera comunidad
global.
© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios
informativos en Latinoamérica. Septiembre 2014
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