El poder se ejerce de distintas formas, pero
siempre con el mismo propósito: dominar, o en términos más diplomáticos,
desarrollar la capacidad para que un actor “B” haga lo que “A” le encomienda,
incluso sin tener deseos de ello.
El escenario internacional proporciona diversas
muestras sobre cómo los grandes poderes luchan entre sí por el control
económico, político, social o incluso cultural en las regiones del mundo.
Está por ejemplo el caso de Ucrania, donde
Rusia demostró su efectivo poder político y militar al incorporar a su
territorio a la península de Crimea. Para la “buena fortuna” de los estrategas
rusos, la comunidad mundial se olvidó rápidamente de Crimea, pues enfocó su
atención en el Este Ucraniano, donde grupos paramilitares pro-rusos se han
encargado de poner en jaque la estabilidad de aquel país.
Otro ejemplo es la desproporcionada guerra
entre EE.UU. y sus aliados en contra del llamado -Estado Islámico-, el cual había
sido “subestimado” por los norteamericanos, que igualmente “sobrestimaron” la
capacidad del gobierno iraquí para hacerles frente.
En este caso, EE.UU. ha logrado aliar a más de sesenta
países (incluyendo diversos Estados árabes) para combatir a este grupo radical
cuyos territorios dominados traspasan la frontera de Irak con Siria.
Estos eventos nos demuestran lo
desproporcionado que puede ser el ejercicio del poder, pero también dan
testimonio de la importancia que le brindan los actores tradicionales (Estados)
a las acciones los “nuevos” actores en el escenario internacional.
En este reflector mundial ya se
había comentado las drásticas transformaciones que ha experimentado el poder en
el siglo XXI. Como lo comenta Moisés Naím en su libro “El fin del poder […]”,
en el escenario actual de las relaciones internacionales el poder es más fácil
de adquirir, pero también más difícil de mantener; los poderes tradicionales
cuentan con menos margen de maniobra en comparación con sus predecesores; y la
sociedad civil ha ampliado sus redes de contacto, adquiriendo expertise en distintas ramas del
conocimiento que pueden poner en jaque el equilibrio del Estado.
Un ejemplo claro de este escenario son las
manifestaciones que han acontecido en los últimos días en Hong Kong, donde la
sociedad civil demanda que en las elecciones de 2017 se permita un voto directo
y libre, esto es, sin la imposición de candidatos por parte de Beijing.
Pese a que el caso de Hong Kong puede
considerarse como un tema particular, debido a que es gobernado desde China
continental bajo el principio de “un país, dos sistemas”, es evidente que el
gobierno chino tiene preocupación por la atenuante exigencia de mayores
libertades políticas para los ciudadanos de aquella demarcación, sobre todo
porque otros territorios como Taiwán seguirán con lupa el proceso, por tratarse
de un tema que impacta directamente la política de “Una sola China”.
Sin embargo, contrario a lo que ocurre en los
países en desarrollo, donde la democracia se vendió como un modelo multifuncional
que traería mejoras sustantivas en la calidad de vida de la población (objetivo
que no se ha logrado), en Hong Kong, no se puede hablar de una ineficiencia del
Estado, al contrario, sus estadísticas lo ubican en mejor posición incluso que
muchos países desarrollados.
Tiene un PIB per capita de 52,700 dólares, el
15 más alto del mundo. La esperanza de vida de su población es de 82.7 años, la
sexta más alta en el planeta. Cuenta con una mortalidad infantil de 2.7
defunciones por cada 1000 nacimientos, la octava más baja (CIA Factbook).
De esta forma, se puede apreciar que la demanda
por una democracia directa no es consecuencia de la ineficacia estatal, sino
que representa la valoración que la sociedad le brinda hoy a la libertad
política. Una apreciación que puede estar motivada en varios factores: la herencia
británica de la excolonia, el cuestionamiento de su educada sociedad respecto a
su forma de gobierno, la invasión mediática de un “modelo de gobierno de corte
occidental” (que es la fruta prohibida del Estado chino), o todas las
anteriores.
Los tres casos expuestos en esta columna tienen
algo en común: son ejemplos de cómo se ejerce el poder en nuestros días;
destacan el papel de nuevos actores y la respuesta tradicional de los viejos dueños
del poder. Los tres representan muestras claras de una invasión, que es la
forma en la que el poder amplía sus dominios.
De estas incursiones, la que tendrá mayor
probabilidad de éxito será la que permee en la conciencia de las masas,
estableciéndose como una meta loable para la población. Al final de cuentas, la
invasión más efectiva es siempre aquella que siembra la semilla del cambio en
la mente de los individuos.
Fuente de datos estadísticos: The World Factbook
© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos
periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Septiembre 2014