martes, 5 de mayo de 2015

El político, el manager y el administrador

Después de la Segunda Guerra Mundial la tendencia de los gobiernos nacionales alrededor del mundo fue crecer. En aquel entonces dominaba entre los académicos la idea de un gobierno grande, estructurado por reglas y procedimientos, en un sistema de organización que el sociólogo alemán Max Weber denominó “burocracia”.
En aquel entonces se creía que las funciones del Estado eran demasiado complejas, de manera que se requería de una organización jerarquizada, con funciones y procedimientos claramente definidos por manuales; con recursos humanos estáticos; con mayor especialización en su ramo. Una organización rígida que administrara de forma efectiva las decisiones políticas, convirtiéndolas en acciones de Estado.
Con el paso de los años, los burócratas por su sentido de especialización y dominio sobre áreas particulares alcanzaron niveles importantes de poder en el gobierno, ya que se convirtieron en elementos prácticamente inamovibles, acarreando con ello una serie de “vicios” que detuvieron el avance del sector público.
Esta concentración de poder generó descontento en la clase política, que defendía ser la única organización con legitimidad suficiente para controlar las variables del gobierno, pues su poder “emana” de la voluntad popular.
En el ambiente académico, ya se habían percatado del inadecuado funcionamiento de las estructuras burocráticas, las cuales evolucionaban de manera sumamente lenta, en comparación con las demandas sociales, algo que no ocurría con la administración privada donde se proponían nuevos esquemas y principios que propiciaban mejores resultados a menor costo.
La propuesta de un sector particular de la académica (el liberal) fue implementar principios básicos de la administración privada en los gobiernos, con el fin de hacer más eficiente y productiva a la maquinaria gubernamental. Para ello se requería la descentralización de la organización estatal, la reducción del aparato administrativo del estado, la eliminación de los procedimientos burocráticos, la medición y monitoreo de resultados, entre otras medidas. Estas iniciativas tenían un fuerte contenido ideológico (neoliberal), y se implementaron en el mundo occidental a partir de la década de los ochenta.
En una interpretación particular, que se adhiere de manera más adecuada a la lucha por el poder, que a la mejora organizacional, se puede decir que los políticos tomaron como bandera el llamado managerialismo con el fin de reducir el poder de los burócratas y recuperar áreas del gobierno donde habían perdido injerencia.
Sin embargo, la implementación de este nuevo modelo de organización trajo consigo nuevos actores al gobierno, los “managers públicos”. A diferencia de los administradores públicos cuya función es “administrar” las decisiones de los políticos en su implementación como políticas publicas, los “managers públicos” se concentran en la negociación con los políticos para alcanzar resultados, esto es, son actores de importancia en el proceso de toma de decisiones estratégicas, así como en la implementación de las mismas.  
Los managers públicos se enfocan en la creación del valor público, esto es, en aquellos anhelos que los ciudadanos desean alcanzar para la colectividad. Con ello, la ciudadanía se convierte en un importante actor para el Estado, pues es la fuente de financiamiento del gobierno y quien idealmente evalúa la eficiencia del mismo.
En un mundo ideal, tanto los políticos, como los administradores y los managers públicos conviven en equilibrio, cada uno trabajando porque sus acciones sean en favor del interés general. El político se concentra en la búsqueda del poder, en aquellos juicios que lo llevarán a alcanzar un cargo de representación, gracias a las adecuadas decisiones que tomó al formar parte del servicio público.
El administrador buscará que las decisiones del político operen de forma efectiva en la maquinaria burocrática. Mientras que el manager tratará de persuadir al político y dirigir al administrador en la organización estatal para que se alcancen los mejores resultados, para que se genere valor público en las acciones del gobierno.
Independientemente de la ideología que ha impulsado la aparición de nuevos actores en el aparato administrativo del gobierno, el objetivo final es que la maquinaria estatal funcione de la mejor manera, con contrapesos internos que den continuidad a los programas públicos, independientemente de los cambios políticos, que se apremie la profesionalización de los recursos humanos, sin que se pierda flexibilidad y movilidad, que las decisiones estratégicas (políticas) se negocien y construyan con responsabilidad, para responder de manera efectiva a quienes son los principales actores y beneficiarios del Estado; los ciudadanos.

© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Mayo 2015.

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