Esta es la historia de un
país inventado, donde casi nada funciona correctamente. Por más esfuerzos que hagan
tanto los actores del poder como la población en general no se logran alcanzar
los objetivos del progreso, una promesa desgastada entre las generaciones más
añejas, pero que sigue vigente entre los jóvenes de pensamiento.
Es un país donde reinan la
anarquía, la corrupción y la pobreza; donde ningún grupo juega el rol que le corresponde,
pues se han importado todos los modelos funcionales para el desarrollo de un
Estado, sin entenderlos. Tienen gobierno, leyes, partidos políticos, empresas,
sindicatos, asociaciones, etc., pero no logran nunca alinear sus objetivos.
La pluralidad de actores,
en vez de enriquecer las iniciativas nacionales, tiene secuestrado al país por
los intereses de grupos particulares: de individuos con poder en el gobierno y
en la oposición, de líderes sociales cuya visión es limitada e individualista,
de empresarios que temen a la competencia y de una sociedad civil cansada de no
ver resultados positivos.
En este lugar sobran las
banderas sociales para comenzar un levantamiento, una manifestación, o
cualquier acción de desobediencia civil en contra del gobierno, de forma que la
pobreza de unos se traduce solamente en el malestar político de otros, pero
nunca se atiende, haciendo evidente que la legitima defensa del desarrollo no
es un elemento determinante para la transformación social, si contiene como fin
funcional un elemento de presión política.
Es un país de apariencias
y desentendimientos. En la ‘foto’ todo sale bien, pero en la realidad ningún
actor ha comprendido lo que significa pertenecer a una nación, que no es otra
cosa que formar parte de un equipo masivo para compartir un destino común.
Los empresarios no
comprenden los términos ‘productividad y competencia’ solamente entienden de ‘ganancias’
sin arriesgarse al enfrentamiento del mercado, ni pensar en el compromiso
social con sus consumidores.
El gobierno es reaccionario,
no previsor, espera que la agenda nacional se dicte de acuerdo a los
acontecimientos que ‘tocan fondo’, con una filosofía lineal: primero lo
urgente, después lo importante. No entiende la complejidad con la que se debe
gobernar hoy en día, donde es necesario lidiar con todos los actores, ya que su
trabajo más fundamental es asegurarse que nadie esté por encima de la ley.
La buena gobernanza
involucra un equilibrio entre los actores, que solo se alcanza mediante la
participación de los mismos en la construcción de los proyectos nacionales.
Los sindicatos, en vez de defender
a los trabajadores y por tanto, ser aliados naturales de las masas, están
coludidos por la voluntad política de algunos. Sus miembros difícilmente
cuestionan las órdenes de sus dirigentes, pese a que éstas afectan directamente
su dignidad humana e infringen sus derechos.
Sus líderes no entienden
que la mejor manera de ganarse el apoyo popular y obtener la atención del
gobierno, no es bloqueando calles, tomando plazas o destruyendo edificios
públicos, sino que es necesario mostrar evidencia tangible que respalde la
urgencia para la atención de sus demandas. Es exponer con datos duros y
experiencias cualitativas el problema que buscan atender, así como dar a
conocer su propuesta de solución, mediante canales transparentes y accesibles
para la población interesada.
La sociedad civil,
representada por organizaciones sin otro fin más que la transformación, actúa
sin la venia del pueblo; sus legítimas causas son compartidas, pero no logran
el involucramiento de las masas, ni mucho menos de los actores políticos, que
solamente atienden con la lógica del voto o del beneficio económico.
La población está
fatigada. La desesperanza es un síndrome que afecta a quienes con pasión exigen
un cambio y no ven traducida su energía política en ninguna transformación.
Los más radicales piden la
desaparición de las instituciones del estado: una revolución, un levantamiento,
‘un borrón y cuenta nueva’, pues tienen razones para creer que la política y la
institución gubernamental están fuertemente vinculados con la ‘mafia’ del
poder. Una solución poco viable, impregnada de idealismo, demasiado lejana para
una realidad compleja, interdependiente y global.
En nuestro país inventado
no son tomadas en cuenta las ideas nuevas, no hay acuerdos, ni asociaciones
estratégicas. Los jóvenes políticos solamente maduran las ideas de los malos
gobernantes, retroalimentando al sistema con el mismo veneno que lo condenó a vivir
dentro de un círculo vicioso: la intención personal, antepuesta al interés
general.
No habrá final feliz en
esta historia hasta que la enemistad entre los principales actores del poder
sea superada. El no entender que un país, una nación o un Estado son un equipo
que comparte un destino común, representa un error fatal, porque ninguna
población puede desarrollarse en el conflicto.
Más allá de las fronteras
hay otros que por voluntad u obligación, sí están jugando como equipo, sí
reconocen un interés general, sí son congruentes con su rol como actores
nacionales, situación que les genera una oportunidad indiscutible para
aprovecharse de aquellos que viven en el país del caos, el estancamiento y el
enfrentamiento constante.
© Ignacio Pareja Amador,
publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Agosto
2014
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