martes, 19 de agosto de 2014

De buenos y malos gobiernos

Gobernanza en un sentido tradicional significa tener la capacidad para gobernar y dirigir a la sociedad hacia un objetivo común. Aquello tiene como requisito indispensable el reconocimiento de un sistema de reglas que faciliten la interacción entre los actores del Estado.
Este concepto se ha enriquecido con los años debido al reconocimiento de nuevos actores con mayor poder de influencia, que en un buen gobierno, se sujetan a las reglas del juego, pues comparten un objetivo común con los encargados de la dirección del Estado.
Un objetivo que puede denominarse desarrollo social, crecimiento económico, paz y estabilidad o todos los anteriores, ya que éste es siempre multidimensional, buscando transformar aquellas condiciones que demanda la sociedad, en la voz de sus organizaciones.
En la literatura es ampliamente reconocido que a mayor gobernanza, o sea mientras mejores sean los mecanismos de organización de los actores que convergen en un Estado, se alcanzan mejores niveles de desarrollo, pues el mutuo acuerdo en objetivos y el respeto a las normas tienen como consecuencia mayores niveles de estabilidad, paz social y vínculos productivos, lo que posibilita a que los miembros de la sociedad se enfoquen en el mejoramiento de sus actividades individuales, además de permitir que el Estado atienda las demandas más básicas de la pirámide de necesidades de la población.
Por supuesto que este es un escenario ideal que difícilmente puede adecuarse a todas las interacciones que tiene el Estado con la sociedad. Sin embargo, esta estructura nos permite diferenciar entre un buen gobierno y un mal gobierno.
En un buen gobierno sencillamente nadie, ningún grupo actúa por encima de la ley, esto es, se respeta el estado de derecho. Si bien pueden existir desacuerdos entre los principales actores del Estado (gobierno, empresarios, asociaciones civiles, sindicatos, etc.) éstos se resuelven por las vías institucionales, sin afectar a terceros.
En este caso, el gobierno, independientemente de su ideología y corriente política, entiende que no hay una receta para atender todas las demandas de los diferentes actores del poder, pero sabe que cuenta con el apoyo popular porque ha cumplido con sus funciones más básicas: brindar seguridad, propiciar el crecimiento económico, atender a los estratos menos favorecidos, hacer cumplir la ley, y en el marco de sus políticas públicas; ser transparente y responsable con el uso de los recursos.
Para alcanzar este escenario el gobierno debe dar seguimiento puntual a los actores del Estado, saber quiénes son los grupos con poder y qué buscan, para invitarlos a participar con ellos en la planeación e implementación de las políticas públicas (concientizándolos sobre los límites y alcances de las mismas) antes de que algún descontento evolucione hacia algún esquema de desobediencia civil. 
Por el contrario, en un mal gobierno los actores del Estado actúan por encima de la ley, anteponiendo sus particulares intereses sobre los de la colectividad. El gobierno no hace cumplir la ley, lo que genera un fuerte descontento con la ciudadanía. Se comenten por parte de algunos grupos perfectamente identificados actos delictivos que afectan al comercio, se dañan los edificios públicos sin sanción alguna, se bloquea y deteriora el espacio público.
Lo más peligroso de este escenario no es la ineficacia de la institución estatal en el cumplimiento de sus funciones más básicas, sino la polarización de la población, que puede optar por apoyar a cualquiera de las partes, al grado de defender incluso actos vandálicos y ofensivos, olvidando que el desarrollo social no puede erigirse sobre la impudicia, y que el principal conflicto no es entre las bases, sino entre los dirigentes.
Por supuesto que se puede estar en desacuerdo con el Gobierno en turno, con sus políticas y acciones, de eso se trata la democracia, de enriquecer al Estado mediante la pluralidad de sus actores, pero si se pretende evitar la anarquía, se deben respetar las reglas del juego.
Si lo que se busca es alcanzar algún objetivo público (más recursos para escuelas, hospitales, mejores salarios, etc.) se debe convencer tanto a los actores en el poder como a los ciudadanos sobre la importancia de su demanda.
Mostrar este tipo de evidencia no es una tarea sencilla, requiere de reflexión, investigación y estudios formales. Ello significa demostrar con datos fehacientes y comprobables que el estado actual de las cosas no es el adecuado, y que en caso de que se cumplan sus demandas, se logrará resolver la situación de forma transparente para la sociedad.
En la democracia el poder emana del pueblo. Sin la venia de éste, ninguna organización, llámese gobierno, sindicato o empresa puede actuar de forma legítima. Si el interés del pueblo se ve afectado; si sus derechos se vulneran; si su tranquilidad se transgrede, podemos decir que hay un mal gobierno, y los malos gobiernos no pueden ser tolerados si aspiramos al desarrollo de una gobernanza democrática.


© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios informativos en Latinoamérica. Agosto 2014

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