Las democracias modernas tienen un reto innegable que superar: el
déficit de confianza y credibilidad que sufren los gobiernos que de ellas
emanan. Las causas de este problema pueden ser variadas y van desde la falta de
efectividad para hacer frente a los complejos problemas de las sociedades
contemporáneas, hasta la incapacidad para resolver dificultades estructurales
como la corrupción, que es un tema que se señala con mayúsculas en los países
en desarrollo, pero que poco se atiende en realidad.
La doctora Karen Jones, catedrática de la Universidad de
Melbourne, sostiene que tanto la confianza como la credibilidad son elementos
indispensables para reducir los costos de transacción en la difícil relación
entre ciudadanos y gobiernos. De forma que a mayor déficit de confianza y
credibilidad en la administración pública, mayores serán los canales
obligatorios y punitivos para hacer que los ciudadanos participan y contribuyan
con las labores del gobierno.
Este argumento tiene bastante lógica. Si los individuos confían en
que los gobiernos de sus comunidades cumplirán efectivamente con sus funciones
básicas, esto es de forma eficiente y eficaz, entonces no tendrían argumentos
para reusarse a pagar sus impuestos y cumplir con su obligación ciudadana. Sin
embargo, si la administración de un gobierno no es efectiva, aunque exista una
“obligación” para contribuir a las arcas públicas, el individuo está en su
derecho de cuestionar, o en su defecto, de manifestar su desaprobación respecto
a la manera en la que se utiliza el recurso que éste aporta.
Este escenario indeseable tanto para los ciudadanos como para los
gobiernos puede resolverse mediante la edificación de confianza y credibilidad,
ambos conceptos en construcción que tienen elementos en común: pueden ser
considerados valores, requieren de voluntad para ser alcanzados, y solamente
pueden generarse mediante el seguimiento de un proceso a largo plazo.
La construcción de confianza y credibilidad no se genera
simplemente con el ágil discurso político, en el que se expresa “qué se creará”
o “qué se tendrá que hacer” para tener mejores instituciones, pues esta acción
como diría el pensador Rubén Amador es como creer que con una pincelada
tendremos el cuadro completo.
Como el académico australiano Richard Holton sostiene “confiar”
puede considerarse una decisión que es influenciada por el ambiente que nos
rodea. Por ejemplo, en un viaje de vacaciones una persona puede quedarse
dormida en el autobús que lo lleva de forma cotidiana a su lugar de origen. Sin
embargo, si en alguna ocasión ocurre un evento que impide que esta persona
llegue con bien a su destino (algún accidente, asalto, etc.) ella o él pueden
decidir no confiar otra vez en este ambiente particular.
Antes de realizar el viaje es improbable que esta persona se haya
tomado algún tiempo para pensar en los aspectos superfluos de esta actividad;
como la ruta del autobús, la experiencia del conductor, el riesgo de quedarse
dormida, etc. Sin embargo, la experiencia negativa que sufre en el viaje se
convierte en un elemento que traiciona su confianza.
En consecuencia, se puede decir que en un principio (si las cosas
salen como debe ser) no hay un motivador de desconfianza en el ambiente del
individuo, sino hasta que éste experimenta algo que afecta su percepción sobre
una situación particular.
Como lo muestra el ejemplo anterior, las personas confiamos pretendiendo
que existen mecanismos de control para el ambiente en el que desarrollamos
nuestra vida diaria, cuando algo negativo nos ocurre o cuando las cosas no
funcionan como debiera ser, comenzamos a cuestionar al ambiente, a sus
instituciones y a los mecanismos de control que las gobiernan.
Se dice que el mejor gobierno es aquel del que poco se escucha,
que el ciudadano común y corriente no cuestiona a quienes lo representan cuando
tiene los satisfactores básicos para realizar sus actividades cotidianas;
cuando existen buenas vialidades, calles seguras, servicios públicos de
calidad, inversión, empleo, educación, etc.
Sin embargo, como en una relación cíclica ello no puede alcanzarse
sin la cooperación de ambas partes, sin la amalgama que permite más interacción
a menores costos. La confianza puede considerarse un proceso porque requiere de
múltiples pasos para ser construida, donde la etapa final es la
credibilidad. Al final de cuentas, tanto la confianza como la credibilidad son
elementos imprescindibles del Estado, pues facilitan las complejas
interacciones de las sociedades modernas.
© Ignacio Pareja Amador, publicado en diversos periódicos y medios
informativos en Latinoamérica. Enero 2015.
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